miércoles, 18 de marzo de 2015

Un sueño. Me veo otra vez entre los asistentes al entierro de un hombre al que no conozco de nada, en el bellísimo cementerio de una ciudad cuyo nombre tampoco me ha sido revelado. El clima es ecuatorial, la luz azul como el velo de un hada. Me asusta el acento de las voces que me llega desde los corros de gente, el olor obsceno de las flores, la proliferación de los zapatos arrastrándose en la tierra húmeda. Al acabar la ceremonia, cuando ya la marea de las conversaciones y las risas ha apagado los últimos ecos del responso, me arde en la fatiga de los hombros el agua de una mirada que podría desvelar, lo sé, la causa de mi presencia en tan ignoto lugar, tal vez indicarme el camino de regreso. Sólo es un momento. Cuando me vuelvo a mirarla sólo queda en la tierra una huella de su paso pequeño. La busco con avidez entre los rostros morenos. Abro los ojos a la vigilia con la conciencia de estar perdiendo la ocasión de mi vida.