Un
sueño. Me veo otra vez entre
los asistentes al entierro de un hombre al que no conozco de nada, en
el bellísimo cementerio de una ciudad cuyo nombre tampoco me ha sido
revelado. El clima es ecuatorial, la luz azul como el velo de un
hada. Me asusta el acento de las voces que me llega desde los corros
de gente, el olor obsceno de las flores, la proliferación de los
zapatos arrastrándose en la tierra húmeda. Al acabar la ceremonia,
cuando ya la marea de las conversaciones y las risas ha apagado los
últimos ecos del responso, me arde en la fatiga de los hombros el
agua de una mirada que podría desvelar, lo sé, la causa de mi
presencia en tan ignoto lugar, tal vez indicarme el camino de
regreso. Sólo es un momento. Cuando me vuelvo a mirarla sólo queda
en la tierra una huella de su paso pequeño. La busco con avidez
entre los rostros morenos. Abro los ojos a la vigilia con la
conciencia de estar perdiendo la ocasión de mi vida.