Deberían pasar cada día por televisión quince minutos —no hace falta más— de la vida cotidiana de un niño de siete u ocho años. Para no olvidar lo que importa. Para no perder el rumbo.
Bailan las hojas en el aire, cuando caen, para juntarse una vez más sobre la tierra. Como si necesitaran arroparse unas a otras para darse calor. Parecen las mismas cada año, y no lo son. Los ojos que se abisman en la contemplación del espectáculo tampoco son los que miraron por primera la belleza de aquella danza que vuelve cada año a conmovernos. ¿Se agrupan en el barro las miradas perdidas para matar el frío del olvido? ¿Se llegan a ver unas a otras por encima del tiempo, más allá de la niebla de los años?