En según qué palabras —en según qué personas—, se escucha más la resonancia que el significado.

A las palabras que se dicen sin pensar hay que quitarles con cuidado la corteza.

Nunca se deja de vivir lo que sólo ocurre dentro.

Seguir la trayectoria de la bala con la esperanza de que se arrepienta en el último momento.

Quién no se ha abandonado a sí mismo en la estación alguna vez, sin atreverse a partir, sin atreverse a volver.

El escepticismo se mueve de puntillas, como si no quisiera molestar.

Si cultivas el odio se convertirá en una penosa obligación con la que habrás de cargar de por vida.

La felicidad pesa muy poco, los niños la llevan siempre en la mochila, entre los libros, como una tarea más de cada día. Los adultos nos la vamos dejando en todas partes.

La codicia es el veneno que ingieren cada mañana los que ordenan el mundo.

Si no has hablado contigo esta mañana, no esperes encontrarte cuando vuelvas.

Hay vidas que se cruzan para verse, una vez más, desde la orilla opuesta. Ni siquiera se les ocurre construir un puente.

Qué sola va la sombra sin su sombra.

No echo de menos la ola que se acercaba a la orilla cada día del verano, sino los pies del niño que corría hacia ella.

Si quieres envejecer como es debido, acepta que se acerca sin perder la sonrisa.

Todo lo que tocaste me acaricia.

De las heridas más hondas no sólo sale sangre.

También lo que no pasa es duradero.

No es fácil ser el mismo a todas horas.

El paso del tiempo no ha podido jamás desbaratar el hechizo ni apropiarse de la herida.

No son lo mismo la ausencia y la distancia: es distinto no estar que vivir lejos.

Algunos poemas, aunque a veces no lleguen a nacer, se asientan en el alma como puntos de apoyo sin los que todo se vendría abajo.

A veces salgo de casa con la única idea de encontrar el camino de vuelta.

Cuando llegues al fondo, no sigas escarbando, date la vuelta para mirar el cielo.

Si no contestas, el insulto se disuelve en el silencio como el azucarillo en el café.

Equivocarse no es un error demasiado grave, salvo que te empecines.

En la soledad también el tiempo, solidario, se arma de paciencia.

Entre tú y yo, migas de pan.

Hay mucha serenidad en las afueras, donde se junta la noche con el rumor de las olas.

Cuando se juntan en la misma persona el egocentrismo y el afán de poder, lo mejor es poner música.

Hay quien afila las palabras como si se tratara de cuchillos. Cúbrete como puedas.

Que la vida duela forma parte del viaje.

Cada vez que te enfrentas a lo desconocido abres una puerta para empezar a disfrutarlo.

Déjate llevar por ella, la naturaleza tiene siempre la última palabra.

Resulta admirable la forma que tienen los gatos de estar en este mundo: relajados sin dejar de estar alerta.

Un pesimista acérrimo no se rinde jamás, y ni cuenta se da de la contradicción.

Hay personajes que no pueden vivir un solo día sin representarse a sí mismos.

Modus vivendi. Que la alegría conviva con el miedo. Para que no esté solo.

La tristeza puede ser una manta para el frío. Como la ausencia, a veces, un estímulo.

Quien decide guardar silencio se queda siempre con la última palabra.

Cuando crece la agitación es cuando más conviene mantener la calma.

El día que comprendas que no necesitas casi nada de lo que tienes —si es que llega— empezarás a saber lo que te falta.

Algunos llevan la cápsula del veneno debajo de la lengua. Conviene estar alerta, en especial, cuando sonríen.

Se engañan a sí mismos y mantienen el engaño, eso es lo extraordinario, durante toda la vida.

Ningún verso nos conmueve tanto como el que ya no esperábamos.

¿Para qué vas a rendirte cuando no tienes nada que perder?

Los que aspiraban a negarte la libertad se dan cuenta demasiado tarde de que estaban enseñándote el camino.

Cuando el interlocutor es uno mismo no resulta tan fácil escurrir el bulto.

No deja de ser un milagro —en el mejor de los casos— o un riesgo —en el peor— encontrarse con alguien en la escalera.

Obsesionado con destacar a toda costa, ni cuenta se dio de que se quedaba atrás.

Entre tú y yo, vento mareiro.

Todos los días nos pillan por sorpresa.

Cuando admitimos que el otro no es uno de los nuestros estamos a un paso de declararle la guerra.

Cuando vengan a salvarte, casi siempre por las malas, ármate de paciencia, quédate quieto, pero no dispares. Hasta que pasen de largo.

Estarás vivo mientras indagues en lo que ignoras de ti mismo.

No le cierres todas las puertas al que fuiste, al fin y al cabo te ha traído hasta aquí.

Sólo la memoria consigue el milagro de que lo efímero pueda vivirse como eterno.

La vocación: estar donde sucede.

Si te paras a pensarlo, puede que no lo hagas. Si lo haces sin pensar, puedes arrepentirte. Así que paso a paso por el camino de siempre, el mas difícil.

Acurrúcate en ti. La soledad arrulla. A veces -presta atención- incluso ronronea.

En la amapola de hoy se concentra toda la luz del universo.

Si quieres salir indemne, evita la contienda.

Las palabras, antes o después, se rebelan contra quien las pervierte.

La discreción empieza a ser una rareza sospechosa.

Entre tú y yo, o música o silencio, que viene a ser lo mismo.

Entiendo bien a los que, amando mucho, se apartan del amor.

Es fácil explayarse con quien hace ya rato que no pide explicaciones.

La decepción es un aprendizaje que no acaba nunca.

Si conservas el equilibrio en todo momento, ¿cómo te darás cuenta cuando lo pierdas? Es bueno, si sopla el viento, izar las velas y dejarse llevar. Sin dejar, eso sí, de gobernar el timón para mantener el rumbo.

A amar se aprende en la infancia o no se aprende.

Si cesara la música, que está en todo, sería un mal presagio.

Al dedicarse en cuerpo y alma a escrutar los errores ajenos, nunca llegó a hacer nada por evitar los propios.

Al insomne le gustaría tener la cabeza en otro sitio.

Hay quien se empeña en imponer, sin dejar espacio a los otros, al que mejor conoce de los que lleva dentro.

Cambia de idea alguna vez —estar seguro siempre ha de ser aburrido— si no quieres que acabe pesándote. Si te empeñas en defenderla con uñas y dientes, como si fuera inamovible, se irá reduciendo hasta quedar convertida en una fortaleza de la que no podrás salir.

No se puede ser el mismo a todas horas, lo que bien mirado no deja de ser más entretenido.

Al insomne le asalta la sospecha.

Entre tú y yo, caminos de ida y vuelta.

No siempre es fácil poner de acuerdo a los dos pies.

En qué bosque lejano se encedió una sonrisa mientras yo me ocupaba de mirar a la luna.

En el corazón del miedo, cuando no podemos más, dejamos de tenerlo. A partir de entonces, sólo esperamos a que pase, como la anestesia.

El pensamiento también duerme. A menudo agitado y con dificultad, como nosotros.

Ese diálogo eterno entre la ola y la roca, qué pareja. Nadie sabe si se dan la razón o se la quitan. Si se están peleando o si se aman.

¿Todo lo que vuela está de paso?

De la lluvia depende casi todo.

Que cada vez te cueste más entender el mundo te puede llevar a creer que todavía tiene arreglo, pero se te pasa pronto.

Cuanto más íntimo el dolor, más adentro se refugia en el silencio, más se recoge en sí mismo.

Lo que resplandece en la verdad es el misterio.

Hace ya mucho tiempo que no puedes tocarme, pero estás en el sueño como si fuera tuyo.

Sólo si vas despacio serás consciente de que llegas a donde quizá no esperabas.

Todo lo que se nos ocurre viene de lejos, aunque no siempre estamos preparados para recibirlo.

Si el camino que sigues es obligatorio, quizá no seas tú quien lo recorre.

El dolor y la alegría, como la cara y la cruz de la moneda, comparten el espacio de cualquier vida con naturalidad.

Sólo a base de leer y de escuchar a otros llegó a intuir lo que pensaba.

Dar por acabado un poema —eso hemos aprendido— es volver al territorio sombrío de la inseguridad. No hay forma de evitarla, por más “experiencia” que hayamos acumulado. Tal vez sea esa la razón de la alegría que sentimos cuando se apunta en el horizonte, temblorosa, dubitativa, una luz que parece nueva.

Lleva toda la vida mantener el equilibrio.

Esperar es un método infalible.

Lo bueno de recordarte como eras es que nunca envejeces.

La vanidad, qué cosa más tonta: un sombrero sin nada debajo.

La belleza no tiene conciencia de sí misma, quizá por eso estalla donde menos se la espera.

Ante los que hablan con la mano siempre en el gatillo, lo más prudente es parapetarse en el silencio.

Es importante oír, además de lo que nos dicen, lo que querían decirnos.

El silencio también puede ser un regalo que nos hacen en el mejor momento.

Equivocarse de vez en cuando es necesario para mantener el rumbo y para llevarse alguna sorpresa, cualquier viajero lo sabe.

La mano es la encargada de dejar en las cosas que toca una huella indeleble. La herida o la caricia.

Hay gente que viene, por costumbre, a empeorar las cosas. El peligro es inminente cuando no lo parece.

¿Qué te iba a quedar si desentrañas el misterio?

Presta atención: hay miradas que escuchan.

Esas horas tranquilas en las que nada pasa, año tras año, salvo el murmullo humilde de la vida de todos.

La luz de la belleza, que no le da ventajas a la muerte, se renueva cada vez que miras, y tampoco se extingue cada vez que te ausentas.

Para volver a visitar ciertos lugares sólo hay que cerrar los ojos. Como para ver cada vez que quieras la sonrisa de los que se fueron.

Si ya todo el mundo hace cuentas, ¿quién va a ocuparse de lo que no tiene precio?

Si lo dicen por tu bien, cabe la posibilidad de que quieran quitártelo de la cabeza.

No te preocupes de lo que pueda parecerles lo que haces, ocúpate de hacerlo lo mejor posible.

Si encontrara a alguien acostumbrado a escuchar, le pediría que hablara.

Tropezar es una de las formas más comunes de seguir adelante. Quizá también la más razonable.

La luz se queda a veces sorprendida, casi inmóvil, en el retrato que va y viene de esta mesa al desván del olvido, como si no entendiera el gesto serio del ausente, la media tarde en que se fue del mundo.

Algunos días se ruborizan, a última hora, por lo que no han llegado a ser.

El poeta nunca puede estar seguro, lo que viene a ser una garantía de que hará todo lo que esté en su mano.

La vanidad no sabe quedarse en casa.

Si tienen que vociferar para convencerte, casi seguro que buscan otra cosa.

Cuando el teléfono interrumpe mi lectura, o mi descanso, o mi tiempo de ensoñación, para decirme, con una voz robótica, tenemos una oferta para usted que no tendrá posibilidad de rechazar, me gustaría trasladarme a otra época.

Si no hay nada en tu voz de las voces ajenas, se perderá en el desierto.

Desmantelada la hermosa historia de los dioses, decepcionados de la pulsión destructiva de los hombres, somos huérfanos en la ciudad, nómadas en el desierto, náufragos en la soledad del universo. Ninguna de esas certidumbres, sin embargo, impide a los mejores sonreír cada mañana al sol, recibir con alegría los dones de la vida. Quizá sólo la falta de certezas permite esa maravillosa ligereza. Vivir, superado el pánico, con la inocencia siempre activa y llena de asombro de los niños.

A la belleza, en casa, se le pasa el frío.

Tenemos miedo de los otros porque, a fuerza de cruzarnos, nos hemos ido conociendo.

Fidelidad: las cosas pequeñas lo saben todo de nosotros.

Sin el afán de conocimiento y sin el arte que el hombre también es capaz de crear (incluso en las peores condiciones, como lo ha hecho a lo largo de la historia a pesar de la abrumadora capacidad de destrucción que nos distingue como especie), el optimismo sería imposible. Quizá por eso el hombre común valora tanto las manifestaciones más sencillas de la belleza, que tienen además la gracia de suceder a diario.

Para detenerse a tiempo hay que haberse puesto en camino.

Ponerse en el lugar de los que ya ni siquiera preguntan.

Para rendirse siempre hay tiempo, acuérdate de la última vez.

¿Cómo saber si una maleta abierta es antes o después?

El dolor, con el paso de los años, es uno de esos miembros de la familia con los que siempre hay que contar.

No se dio cuenta de lo cerquita que le pasó la bala.

Los solitarios huyen hacia dentro.

Si no tienes nada que perder, ¿por qué juegas a ganar como si te fuera la vida en ello?

La belleza de lo que ves depende también de tu mirada. Su eternidad, de tu memoria.

Me sorprende el afán de competir de que hacemos gala los humanos, aunque sea por las migajas.

La alegría sabe que antes o después será su turno. Si además hay niños cerca, no deja de hacer cabriolas a diario.

Es tan difícil creer en un infierno más amargo que este que vemos a diario como en un paraíso más deseable que ese otro que de tanto en tanto —milagrosamente, es verdad— podemos disfrutar. Lo que hace soportables a ambos es, precisamente, su fugacidad, que no tengan la capacidad de ser eternos.

Para llegar a verse de verdad hay que estar solo.

 

En la vejez, todo viene sobrando salvo la luz y la belleza, definitivamente inseparables.

Siempre estamos acercándonos a lo que desconocemos.

Construye tu cabaña en el desierto y contemplarás un paisaje distinto cada día.

Si la estupidez echa raíces sólo dará malas hierbas.

Cuanto más lejos del ruido, más clarita corre el agua.

¿No es raro que todo el mundo nos prometa la salvación? Las religiones, las ideologías, las empresas farmacéuticas, los grandes centro de ocio, las agencias de viajes... La oferta puede adoptar mil caras: tiempo, salud, riqueza, placer, autoestima, distinción, exclusividad, huida. ¿No es raro que nos la quieran vender a todas horas, aunque nos parezca razonablemente feliz la vida que llevamos?

Las buenas metáforas dejan siempre la ventana abierta. Las malas enrarecen el ambiente.

Los miles de náufragos que se hunden en el mar no dejan huella. El mundo sólo hace aspavientos de dolor —que se llevarán las olas— cuando los arroja a la playa.

Nunca salgo de casa sin el niño que sigue vivo en algún rincón de mi organismo. Ademas de enseñarme a mirar lo que me encuentro a cada paso, no quiero que me reproche el abandono cuando vuelvo.

Todos tenemos un precio, especulan los que parecen dispuestos a pagarlo. Tambien los que lo aceptan estaban convencidos de antemano.

No es verdad que se pierda el sueño que olvidamos al despertar. Sólo sigue durmiendo.

Sólo en lo efímero toma cuerpo, por un momento, la sensación de eternidad. Que se repite, con suerte, cuando volvemos a mirar intensamente hacia el mismo lugar donde ocurrió el milagro. Es dudoso que pudiéramos vivir sin ese juego.

La felicidad sigue escondiéndose de árbol en árbol en la huerta, como hacíamos nosotros. Todavía nos conmueve la posibilidad de descubrirla y poder salvarnos. Por mí y por todos mis compañeros.

Al pensamiento, a ratos, también le pesan los recuerdos.

Le llamamos hablar a quitarnos la palabra unos a otros hasta dejarla convertida en algo como el pañuelo de aquel juego de niños.

Lo que pasa dentro de nosotros viene, como la sangre, de muy lejos. No pasa sólo dentro de nosotros.

 

Seguros de lo que sabían, dejaron de aprender.

Los márgenes (de los ríos, de los libros, de la vida) son vías de escape en los que se puede acampar tranquilamente. Y quedarse a vivir.

 

Me levanto temprano, porque la vida duele —yo me iré—, y ahí están, leales, los pájaros cantando. Quién sabe si celebran la mañana que nace o algunos rezagados mantienen la parranda. Lo único seguro es que el alma, renovada, se pone de su lado, se apunta al alboroto.

¿Hablas contigo mismo porque no acabas de entenderte o porque sabes que tampoco es necesario, pero ayuda?

Cuando los pensamientos crecen hasta la tentación del totalitarismo, hay que podarlos sin contemplaciones. Como hacemos con las ramas del árbol cuando invaden el balcón desde el que vemos el mundo.

Hay que ver lo que nos cuesta llegar a los sitios que tenemos más cerca: el alma propia, el corazón del mundo. Con lo fácil que sería dar cada paso sin miedo hacia nosotros mismos.

A los pensamientos pequeños se los lleva el aire, como a las semillas. Lo que no quiere decir que se malogren.

Para ser libres quizá no sea apropiado dejarse llevar por la corriente ni empeñarse en llevarle la contraria, sino encontrar en la orilla, después de rodar mucho, como las piedras que siempre están ahí, el lugar provisional desde el que formar parte del mundo.

Si de lo que se trata es de curar al enfermo, la gesticulación es inútil, además de peligrosa. El buen cirujano se concentra en su trabajo: pulso templado y cabeza fría.

En la vejez, el recuerdo del fuego es casi el fuego.

No creáis que va a ser tan fácil quedarse a oscuras porque se haga de noche.

La felicidad es una tarea que debemos acometer a diario aunque sepamos que rara vez alcanzaremos a rozarla. Con la brevedad de una caricia.

El optimismo viene a ser como la luz en la ventana. El pesimismo, la cortina echada a media tarde.

No sé si el alma duerme o me abandona, si se distrae o me desvela.

En el pasado, desde la misma infancia, se hunden las raíces de lo que ahora nos ocurre. Si no las atendemos, el árbol se malogra. Olvidar es huir de lo que fuimos, aunque a veces haya que hacerlo precisamente para no perder el rumbo. Por eso es bueno andar ligero, no acumular demasiados bienes materiales, sino miradas que de tanto en tanto se demoren sobre lo ya vivido.

En la soledad, como en el monte, los refugios están a la intemperie, pero también abrigan.

Si es vida, quema. Y seguirá humeando en la ceniza.

Una vez dentro, ¿habrá gente que prefiera no salir del laberinto?

Todo avanza con fervor hacia el olvido. Y ni siquiera duele como antaño.

La crisis es una estrategia. La crean para explicarnos cómo se resuelve. A nuestra costa. Hasta que les vuelven a cuadrar las cuentas.

Se dio de bruces consigo mismo cuando intentaba evitarse. Ahora sabe —hasta la próxima— qué camino tomar.

Sumas y restas. Hacen sus grandes números con lo que nos van quitando.

Procuro no enfadarme con la tristeza cuando la siento llegar. Lo hace siempre con una cautela admirable, sin hacer ruido, como pidiendo perdón. La recibo con calma porque sé que es una parte inseparable del paisaje de cualquier vida. Hasta que una nube, como siempre, se la lleva.

Perderse de cuando en cuando nos obliga a mirar al horizonte.

La alegría verdadera hunde sus raíces en la inocencia.

Fugacidad. Nadie puede saber bajo qué luz se extinguirá, cautiva de su belleza, la vibración del alma, que arderá lentamente sin dejar otro rastro que unas pocas palabras borrándose en el aire.

Habla y habla para que no se escuche lo que piensa.

Trabajar sin más estímulo que el propio esfuerzo no deja de ser una aventura en la que sólo hay que prestar atención a lo esencial.

Qué tiempo este de vendedores de humo. Cuando eran charlatanes callejeros la cosa tenía su gracia, valía la pena detenerse unos minutos a escucharlos. Te vendían en un frasco el elixir de la inmortalidad por cuatro perras y se iban con la música a otra parte. Ahora se llaman a sí mismos, sin pudor, guías espirituales, sanadores, maestros (¡maestros!), terapeutas del alma. E instalan sus consultas en todas partes. Sólo piden por sus servicios (sonríen al decirlo), la voluntad, cuando lo cierto es que el meollo del negocio consiste en apropiársela.

Esperé toda la noche a sabiendas de que el viento no podría derribar el viejo muro. Escuché los aullidos en posición fetal, sin miedo, con la melancolía de no poder acudir a la llamada. Al levantarme, sin embargo, el mundo era, por fin, como lo había imaginado.

Siempre me está esperando la piedra en que me sentaba de niño a contemplar el mundo.

La originalidad puede ser una antigualla con un maquillaje resultón.

Si lo que anhelas es el triunfo, sólo tienes que dejarte ver. Donde conviene y a todas horas. Si buscas otra cosa, escucha con atención y trabaja con humildad.

Aunque el silencio, por lo que se ve, es inalcanzable, uno puede vivir sin hacer ruido. Lo que también levantará sospechas.

Se aparecía de pronto, mucho tiempo después, entre las páginas de un libro, y se echaba a volar como una mariposa que llevara atrapada en sí misma desde el principio mismo de la vida. O se quedaba inmóvil en la pared de enfrente sin llegar a advertir la avidez cautelosa con que el lector la miraba.

Cada uno en su balcón, como pájaros al borde del abismo.

Es bueno calibrar lo que uno dice, no soltar lo primero que se le venga a la cabeza, como parece la norma.

De verdad que no hace falta que te pongas en mi lugar. Ocúpate, si acaso, de encontrar el tuyo.

¿Por qué los que siembran el terror se escandalizan cuando se lo devuelven?

Lo más recomendable, cuando crece el alboroto, es quedarse quieto. Siempre que no sea, claro, en medio de la vía cuando se acerca el tren.

La experiencia nos enseña que no es tan raro que tropecemos una y otra vez en la misma piedra: lo que sí parece el colmo es que además nos alegremos.

Lo han conseguido: abrazamos la libertad de obedecerles.

En las noches de insomnio me tropiezo a menudo con mi propia sombra. Eso bastaba, las primeras veces, para que el suplicio se prolongara hasta el alba. Quizá descubrí en esas horas interminables la puerta secreta de algún misterio que me van a permitir que no desvele. Aprendí, desde luego, la extraña virtud de la paciencia. Hace tiempo que las noches en que no es fácil conciliar el sueño son innumerables, pero ya no me enfado cuando llegan. Cómo olvidar aquella en que mi sombra se interpuso en la trayectoria de la bala para salvarme la vida. Se lo agradezco, por supuesto, y la comprendo: ¿quién iba a ser sin mí, mi pobre sombra?

Al huracán no le da tiempo a elegir a sus víctimas. Ya se han encargando antes de seleccionarlas la desigualdad y la injusticia.

El mejor poema es el que llega como si sólo tuviéramos que estar ahí para recibirlo. Como las olas a la orilla.

De tanto fingir, no se recuerda de un día para otro.

Huía de los espejos porque ya no distinguía el disfraz del maquillaje.

Los mejores recuerdos son los que dibujan siempre en los labios una sonrisa silenciosa, casi imperceptible.

Quien cultiva con delicadeza su soledad no necesita que los demás lo entiendan.

No se puede cultivar un jardín para quienes hacen de la convivencia una batalla.

Ni siquiera es seguro de que se pueda aprender algo de los que nunca dudan.

Para vivir sin enfrentarse a nadie hay que haberlo hecho antes con uno mismo.

Acércate, soledad. Dame tu aliento si me ves acorralado por una tropa de necios.

Si pudiera uno escuchar lo que piensa en toda su desnudez, ¿lo entendería?

Entre el alma y el cuerpo, un hilo de silencio, una luz en un puente, el frágil bamboleo de una pasaralela.

Si estuviera en su mano, ¿qué haría el dolor?, ¿renunciaría a sí mismo?

Se negaba a dormir: cada vez que abría los ojos el mundo había cambiado.

Si quieres escapar, no eches la llave.

La furia, máscara del desamparo.

El tiempo te anda buscando, procura no pararte.

No había nadie, bajo la niebla translúcida, en el camino por el que sales a correr. A lo lejos, una pequeña nube viajaba desorientada y sola. Nada se oía salvo la prudencia valiente de tus pasos en la grava. El corazón y el silencio. No había nadie pero nadie estaba solo bajo la fragilidad de una luz como aquella.

El erudito es un coleccionista compulsivo de respuestas, el sabio dedica su vida a cultivar un puñado de preguntas.

Algunas almas también las carga el diablo.

Entrar en casa para verse por dentro.

Esos a los que la luz les duele como una astilla que se clavara en el alma, los que miran sin parpadear a la belleza aunque conozcan el peligro, los que siguen ardiendo en el invierno, los que reconocen entre la multitud una mirada de pánico, el relámpago de un cuchillo o un gesto de consuelo, los que se alían con el viento sin ofrecerle resistencia, los que escuchan cada latido del silencio, los que no dicen nunca la palabra verdad para no contaminarla, los que saben sonreír acorralados y se reconocen en la lluvia. Los que mantienen el fuego en el fondo de la cueva. A esos, en voz baja, me dirijo.

Se dio cuenta de que algo andaba mal cuando empezó a darle lo mismo llegar tarde.

Las palabras, tantos años despues, vuelven a caer en tus manos como las frutas de la huerta que nutrieron tu alma de muchacho. Degústalas sin ansia para que no te empachen como entonces.

Ahora es el momento, se atrevió a confesar cuando se le hizo tarde.

Mi corazón es un niño cuando llueve.

Dormía inquieto: no le importaba tanto que se le escapara la realidad como perderse los sueños.

Nada despeja tantos caminos como las causas perdidas.

No dejes de vigilar al enemigo que te habita, él se desliza como un reptil siempre atento a que por fin te rindas.

No hay dos caricias iguales.

El silencio es un desierto en el que no es fácil adentrarse, un pentagrama en el que no siempre somos capaces de dar la nota exacta. Ya no digamos encontrar el hilo de la música.

Esos zapatos de los que nunca te desprendes porque se saben el camino.

Nada sabe del cielo quien no guarda como un tesoro la memoria de una nube.

Los niños viven todo el rato. Como si fuera fácil.

En algún momento, para que vuelva a salir el sol, hay que dejar de hacerse trampas y abrir los ojos. Aunque sea de noche.

El primer café es el clavo ardiendo, el hilo de la cometa, el gorrión lavándose en su charco.

Todos guardamos en el desván una herramienta para salir del paso. El asunto es encontrarla.

Los días que no te reconoces pueden ser decisivos, no los eches en saco roto.

Para ser uno mismo hay que pasar por otros. Para ser otro hay que salir ileso de uno mismo. De vez en cuando.

En el camino que lleva de vuelta a la infancia, los pasos que damos se adentran en la memoria como la lluvia en las raíces.

Cuando miras el paisaje, nunca es el mismo. Se está cambiando siempre de vestido para que no dejes de hacerlo.

En el silencio hay vida. Como es natural, con tanto ruido, cada vez mas oculta. Por eso hay que guardarlo.

Para salir ileso de la oscuridad hay que haberse abrazado con cierta desesperación, aunque sea un instante, a la ceguera.

Si de verdad te crees superior, tu moral es un asquito: qué poco sabes de los otros, qué poco sabes de ti mismo.

Si estás siempre satisfecho, quizá hayas perdido flexibilidad para distinguir la alegría del alboroto.

La verdad lo sigue siendo aunque la pierdas de vista.

Sólo ganas de verdad cuando entiendes que la victoria es indiferente.

Retuercen las palabras hasta que sale zanahoria. El palo está al caer.

Resulta un poco agobiante eso de que no quepa duda.

Escribo para estar conmigo. Guardo silencio para estar contigo.

Entre el día y la noche hay un abismo: salta. Entre la noche y el día, un puente: cruza.

Quizá puedas volver —esta mañana, por ejemplo— al pequeño paraíso del que nunca te fuiste.

Sintió que mejoraba cuando le abrieron la herida.

No quieras parecerte a lo que nunca fuiste.

Mis lápices se disputan la luz de las palabras como los niños se congregaban alrededor de la merienda.

La nobleza del sufrimiento resplandece en la intimidad. Lo demás es espectáculo.

Mira con atención, no quieras verlo todo.

Nada más emocionante que la solidaridad sin fisuras de los que no creen que sirva para evitar el desastre.

Es una suerte que no se pueda legislar sobre la belleza.

Hay poemas que no se dejan escribir, prefieren volar a nuestro alrededor como libélulas inquietas. A veces desaparecen o dejan un reguerito de fulgores en el agua, pero siempre vuelven, juguetones, a zumbar en el oído.

Tener conciencia de que la vida nos espera siempre, también cuando creemos que no tiene sentido.

Hoy la luz no ha llegado a comparecer en todo el día, pero tampoco en ningún momento he sentido que fuera a abandonarme. Sólo tenía que levantar la vista para intuir su temblor bajo la madriguera que se había preparado, perezosa, más allá de las nubes.

“Me aburro”, dijo el niño (y guardó silencio, como si fuera un paréntesis), antes de volver a reconstruir el mundo con sus manos, sus sueños y sus ojos.

Cada vez que te sonríen, te dan la vida. Aunque no lo sepan.

Memoria y olvido son las dos puertas del desván donde se almacenan algunas de esas cosas humildes sobre las que un día volveremos para recuperar el hilo.

¿La letra con sangre entra? A base de bofetadas, sólo se aprende a darlas. Claro que los defensores de semejante método educativo tienen un argumento infalible: “es por su bien, tienen que aprender a defenderse”.

La melancolía y la vejez se dan la mano como dos niños en el parque. El sol, melancólico y viejo, se encarga de la alegría.

Cuando te cerque la oscuridad, cierra los ojos, vuelve al paisaje donde descubriste que la luz era cierta.

Te gritan para que te calles, no para dialogar. Bien mirado, a poco que uno lo piense, lo mejor es hacer caso. Aunque sólo fuera para ahorrar energía.

Vas llegando por fin (el viaje ha sido largo y, a menudo, confuso) al lugar que deseabas: la comprensión desnuda de que toda la belleza que tus ojos han ido absorbiendo a lo largo de los años es indestructible. Y que no es necesario, por lo tanto, el vano empeño de explicarla. No deja de brillar aunque el mundo (las personas que se han ido apagando como velas o como casas diseminadas en la ladera de la montaña) se desvanezca a tu alrededor. Ni siquiera cuando te vayas tú se extinguirá del todo.

Tampoco tienes que justificar la tristeza. Intégrala en el día cuando llegue, como un cayado recogido en el camino, y sigue con serenidad en lo que andabas.

Esa gente que invade el territorio ajeno para endilgar sus cuitas al primero que llega con todo lujo de detalles y se despide de pronto a toda prisa, como quien devuelve un pelotazo desde el fondo de la pista: “adiós, adiós, tú bien, ¿no?”

El elogio es un arma de doble filo con la que resulta facilísimo cortarse.

¿Por qué desconfían los que creen de los que no lo hacen? ¿Qué necesidad tienen?

 

Aunque sólo quede ya la hierba que asoma entre los escombros, la casa sigue viva en los olores que de ella me llegan, en la lluvia que vi caer desde la galería, en el sótano que guardaba las patatas. Vive, intacta, en la memoria. En lo más hondo del alma. Donde ya nada puede destruirla.

Parece que lo normal, entre nosotros, sea darse el insulto, no la mano. Después veremos.

Al despertar, se había esfumado el sueño, pero siguió latiendo todo el día.

No te asustes más de la cuenta si un día te levantas y no sabes bien quién eres. A partir de ese momento tienes toda la vida por delante. Otra vez.

La teoría nunca se hace responsable de lo que acaba sucediendo, le basta cambiar de traje para seguir a lo suyo.

La más difícil tarea del corazón: saber cuándo apartarse.

No tardarán en descubrir un sensor que nos avise (bip, bip) cada vez que alguien se acuerde de nosotros. Quizá no todos sepamos entenderlo.

Dos o tres días sin hablar te pueden llevar al borde del abismo. No los desperdicies.

Por mucho que nos duela, somos también lo que nos duele.

¿Alguien habrá pensado en un asilo para nómadas? ¿En qué revuelta del camino construirlo?

La luz escribe.

"Ese no es mi problema", dijo antes de que el otro le apuntara a la cabeza.

Desde el dolor, humildes, las ganas de vivir son el milagro.

Si te acercas más de la cuenta, perderás la perspectiva.

A veces perdemos exactamente lo que no necesitábamos.

Dan un poco de miedo los que saben siempre lo que hay que hacer en caso de emergencia.

El poeta siembra también, sin darse cuenta, alguna semilla de lo que olvida.

Cierra los ojos y abarcarás el horizonte. Ábrelos para compartirlo.

No entienden lo que buscas porque ignoran, como te pasa a ti, que lo encontraste.

Los devotos del orden carecen de reflejos: nunca tienen previsto el desmoronamiento.

Entré en el paraíso, la huerta de la infancia. Me senté en el lugar donde vivió el nogal inolvidable. A los pocos minutos me brotaron ramas.

La libertad, es verdad, exige mucho, pero nunca se lamenta.

La decepción es un lastre que dificulta el avance o una puerta por la que salir al aire libre.

Demasiada gente se afilia a una verdad, que ha adquirido casi por azar, para no hacerse preguntas. El paso siguiente es imponerla como irrefutable.

Entre dioses anda el fuego. Siglo tras siglo, libran una sanguinaria batalla para imponer a los infieles el mejor de los infiernos.

Esta es la hora, se dicen a sí mismos los que siempre llegan tarde.

El silencio admite toda clase de interpretaciones, salvo que vengan a romperlo.

Entre el sueño y el misterio, la luz de la alegría.

Viajamos de la inexistencia al olvido. De silencio a silencio. Lo más normal es que no hubiera sucedido.

Cada dolor es un peldaño que otros pisaron antes. Nadie sabe, en ese trance, si sube o baja.

Todo lo que se rompe deja huella. La duda es si nos conviene borrarla.

A la tristeza no le extraña el silencio, era lo que buscaba.

Todo está estricto.

No siempre vale más que mil palabras. A veces, una imagen vela la que andábamos buscando.

Si quieres avanzar, déjate atrás sin remordimiento. Ya volverás, si fuera necesario, a por algún olvido.

Si lo escondes todo acabarás descubriéndote.

Clavó el cuchillo limpiamente y decidió dejarlo allí. Para hurgar a capricho si la víctima se mueve.

Siempre fue así: peces como palabras en el agua. Al niño, absorto, se le escurrían siempre entre los dedos.

Si tienes que armarte para defender una idea, quizá sólo te sirva para justificar la destrucción.

Poética. La nata en el tazón de porcelana puesta a cuajar en el alféizar.

Quizá suspendamos la matanza cuando dejemos a los dioses a su aire. Que se coman con su pan el paraíso.

Una vez más, en el muelle, el mundo está naciendo como la primera vez. Casi en silencio. Las olas, blandas, marcan el ritmo de la vida de todos en el verdín de la piedra.

Apartarse cada día un poco para ampliar la perspectiva.

Sabrás suficiente cuando veas, sin verlo, lo que hay detrás de las máscaras.

Pongo la mano sobre la mano de hierro que usábamos cuando éramos niños para llamar (innecesariamente, estaba abierta siempre) a la puerta de una casa que se vino abajo hace años, y escucho, real, el crujido de las escaleras, la lluvia en el tejado, la voz de la abuela llamándome por mi nombre (ti que fas, badulaque) antes de asomar la cabeza en la cocina donde prepara la cena. Veo también la luz filtrándose en la galeria como un milagro cotidiano. No se trata de magia. Ocurre cada vez que cierro los ojos y rozo con los dedos los dedos de la aldaba.

Si declaras que no tienes opinión sobre algún asunto, es probable que lo hagan constar en el formulario con una equis.

Si no puedes evitarlo, busca la perfección, husmea el aire como un sabueso, persíguela con ahínco, ni se te ocurra alcanzarla.

Me hace feliz que no sea obligatorio.

Nada es gratuito. También hay que ganarse la ligereza de una tarde tranquila.

Los poemas respiran o se atascan.

El estruendo es una manifestación de incompetencia o un bramido en el desierto. En cualquier caso, la antesala del silencio.

Las mejores palabras son las que siguen en su lugar pasada la tormenta. Con la quietud de las piedras.

Si quieres evitar que hagan negocio, no dejes a la vista de cualquiera todo lo que te apasiona.

Estos que salen cada día a comerse el mundo, le echan la culpa al mundo de la indigestión.

Me gustaría desertar también del ejército enemigo.

Al aire libre, lejos del espectáculo, la decepción es imposible.

 Convertir la vida en una competición es degradarla.

Para aprender de la ira que se desata en nosotros debemos hacer el esfuerzo de arrancárnosla del pecho y mirarla de frente. Lo que puede llevar (¡no te alteres, por Dios!) toda la vida.

Los pobres de verdad —para qué malgastar— se ahorran incluso la queja.

 

Sólo eres el niño que empezó a tirar del hilo. La cometa ha volado lejos, es cierto, pero tú sigues moviendo los dedos de vez en cuando.

Las personas destructivas son indestructibles.

Dicen que es raro porque se encuentra bien a solas.

Solemos decir: de pronto, nada tiene sentido. Cuando creemos que lo tiene, ¿sucede poco a poco?, ¿nos damos cuenta tarde?

Hay quien impone unas reglas para acabar condenando a quien decide respetarlas. Con la misma vehemencia.

Me limpio cada mañana las legañas que trae consigo la vejez —sé muy bien que no es un juego— para sacar a relucir la mirada del niño.

Tender la ropa ayuda.

Sólo a través del tacto se puede llegar al alma.

Será necesario aprender a escuchar cuando por fin se callen.

Nadie sabe qué día se hace añicos el mundo y los pájaros huyen despavoridos sin saber hacia dónde.

Si tenía razón, la echó a perder a gritos.

Parece que la fe no garantiza la alegría, que sí da fe, día tras día, de la vida.

Empecinado en que su voz sobresaliera, se le olvidó lo que tenía que decir.

Mira bien lo que haces, no vayas a ser esclavo de tu libertad.

Aunque el hombre llegue a viejo, el niño nunca abandona la estación en la que esperaba, con los ojos muy abiertos, la llegada del próximo tren.

Ligereza. Andar a cuerpo limpio para cambiar de rumbo a cualquier hora.

La alegría del perro desarma en un instante la desolación, el cansancio o la tristeza con que su amo vuelve a casa. Cada día. Su gran ventaja frente a la farmacología al uso es que jamás olvida administrar el tratamiento.

Persigo desde niño esas palabras que la lluvia murmura sin esfuerzo.

Cuánta vida en la inocencia de los que no saben defenderse.

Arráncale al libro su armadura de plástico para que vuele el pájaro.

Detener la mirada —será sólo un instante, no opongas resistencia— en la humildad de lo sencillo, donde la luz no se extingue.