No te distraigas, también la belleza está ocurriendo a tu alrededor.

Yo siempre te celebro: no deja de ser extraordinario haber sido amado por el viento que pasa.

Pañuelo. El aire mueve a su capricho un vestido blanco en el tendal.

La escarcha le baña el alma a la tierra en el amanecer.

El odio, como el agua, se cuela por cualquier hendidura, coloniza los cimientos, acaba por derrumbar el edificio.

 Tomar conciencia, se dice. Como si fuera un té.

Ya no es tan fácil pedir, sencillamente, que se echen a un lado para no taparnos el sol.

Si el éxito —que siempre es circunstancial, que viene y va como las olas— te cambia, ¿quién va a reconocerte cuando vuelvas a casa?, ¿a quién verás en el espejo?

Si nunca te equivocas acabarás aburriéndote de hacer siempre el mismo camino.

La sola expresión del rostro de los niños desplazados debería provocar los aullidos de la especie. La desaparición de todas las barreras. Puede que sea tarde para albergar la esperanza de cambiar de rumbo.

Mejor no contar lo que uno sabe de algunos que pontifican con santísima cólera acerca de las corruptelas de otros. El silencio acabará siendo el único río donde las aguas bajen sin contaminar.

Cuando el poema se insinúa en el papel se diría que baila como una hoja en el aire.

En el silencio, los instrumentos duermen, la orquesta se concentra, la música no cesa.

En la vejez ya sólo importa la luz del corazón. No dejes que se apague.

¿Y si el lugar que buscabas fuera precisamente no tenerlo?

Aprende también algo, a ser posible, de lo que no te gusta de ti mismo.

Vuelvo a recordar la mañana en que aprendí a nadar como si hubiera sido ayer. La playa de cada día, la montaña sagrada, el muelle, el cielo, se detuvieron a mirarme y celebraron semejante hazaña —cuatro brazadas justas para llegar a la orilla— complacidos. Solamente les faltó aplaudir. Mi padre sonreía como el dios de las aguas. Por allí andabas tú, casi ya navegante. Más que un recuerdo es el aliento que nutre mis raíces y las tuyas, la cadencia del misterio en el que no he dejado de mecerme. En el que no has dejado de mecerte.

Para llegar a buen puerto, como tú bien sabías, hay que echarse a la mar. Aunque nos duela a todos.

Vivía sólo pendiente de sí mismo. Hasta que se perdió de vista.

Escapar empieza a ser una proeza.

La masificación avanza en todas partes como una mancha de aceite hacia la playa. Ha desbordado las balizas de seguridad y empieza a ser, tal vez, una representación democrática de la desorientación.

Casi todos los días encuentro un rato para sentarme a viajar.

En la soledad se ve a los otros más a fondo, sin el disfraz de la prisa.

El pensamiento y el dogma se repelen.

Todo el mundo debería tener en algún momento las manos vacías.

Para que algunos se callen no hay más remedio que marcharse.

En la pausa se encuentran el silencio y el aire para dar vida a la música.

Algunas personas anuncian el desastre como los relámpagos la tronada.

La deconstrución de algunas aceras parece una estrategia diseñada para que se tropiecen los ancianos.

Para salir indemnes del ruido hay que hacer gala de una capacidad de resistencia —nunca mejor dicho— a prueba de bombas.

A veces me entretengo en el asombroso dogmatismo de muchos como tratamiento terapéutico para curarme del que asoma la patita en mi propio pensamiento.

Si no encuentras en la naturaleza, por pálida que sea, una huella de la tuya propia, no desesperes, escucha. Antes o después te sorprenderá un destello del misterio que compartís.

La mirada crea lo que mira. Lo ilumina y lo transforma.

Sólo mañana, con suerte, podremos saber si el trabajo de hoy está bien hecho.

Lo esencial de las preguntas es la pasión de la que nacen.

Te quieren vender el sol, el aire, los caminos. Que no te confisquen la mirada.

Está bien hacerse el muerto cuando arrecia la tormenta, porque siempre pasa. A la hora de la verdad, sin embargo, de nada te va a servir hacerte el vivo.

He soñado con lugares en los que tampoco había sitio para mí. Tendré que volver.

No es fácil defenderse de los que están dispuestos a cualquier cosa para imponer su idea, aunque sea un disparate.

Un poema, si llega a su destino, echa raíces.

Cuando alguien guarda silencio no siempre quiere decir que se haya quedado sin respuestas.

Hay quien se deja querer con un toquecito de arrogancia, como si le debiéramos algo.

Tengo a menudo la sensación de escribir como si se me hubiera perdido algo. A veces lo encuentro en el bolsillo de un abrigo viejo o en la sorpresa de un murmullo que va creciendo poco a poco, como si llegara gente. De palabra en palabra hacia el asombro que me deslumbró en la infancia.

No te lamentes si has de comer solo: nadie te puede dar gato por liebre.

Qué difícil resulta distinguir, en esta época, la búsqueda de la sabiduría del afán de notoriedad. Hay una obsesión casi general, que nadie reconoce, por estar delante, llegar primero, ser más que el otro. Y que todo el mundo lo sepa, claro. En una suerte de competitividad permanente que en el caso del arte resulta sencillamente estúpida. Por suerte, el arte sobrevive a la sinrazón de sus acólitos.

La poesía no persigue los aplausos, sino pulsar el corazón de los lectores. Uno a uno.

No hay metamorfosis gratuitas: mudar de piel no es cualquier cosa.

Cualquier lugar puede convertirse en el escenario de un misterio.

Mientras unos cuantos deciden bombardear las ciudades, los supervivientes retiran los escombros. Siglo tras siglo.

Qué prisa va a tener quien anda siempre solo.

Encontrarse como aves migratorias y seguir viaje.

No dejan de acompañarte en el camino aunque se vayan.

¿Cómo imaginarse los gestos de ternura del verdugo al llegar a casa después de haber cumplido su cansada tarea? ¿A qué le sabe la sopa caliente, la ducha antes de acostarse, la mirada de los suyos?

El mundo en que vivimos se ha acostumbrado a darle la espalda a la muerte al mismo tiempo que la retransmite.

Eso de que todas las opiniones son respetables podría, naturalmente, discutirse: no es más que una opinión. Lo inadmisible sería que estuviéramos obligados a aceptarlas.

Causa común. Mira la gente que vuelve, en medio del desastre y en un hondo silencio, del viaje cotidiano a su pequeña guerra interminable por el pan y la alegría, cada cual en su quimera sin ver jamás, ni por asomo, la desembocadura, el paraíso perdido. Cada cual un guijarro en el fondo de este río de gente sin destino que viene y va del sueño a la fatiga, de la esperanza al miedo. Acompáñalos. Déjate ir en su caudal. Ten en cuenta cada ola y escucha —porque es también la tuya— la íntima resonancia en el corazón de todos.

La bondad salta a la vista, ni sabe de sí misma ni puede maquillarse.

Aquí vuelve el otoño —este año, tal vez, también un poco triste— a despeinarnos.

No sé si el alma duele, pero sí que algunas noches da señales de morirse de frío.

Fracasar es una de las posibilidades del juego. Rendirse, la peor de las opciones.

El éxito sólo es un traje de alquiler del que algunos no quieren despojarse nunca.

El paso del tiempo, en la guarida, es muy distinto. No se mide por horas, minutos o segundos. Si acaso, por bocanadas de aire, por el brillo de la luna o la densidad de los silencios. Se allegan, sin necesidad de invocarlos, recuerdos o voces no siempre imaginarias. El día, lento, va tomando forma con indiferencia. El lobo mira con los ojos bien abiertos. Y se hunde en la noche sin apremio, conforme con el mundo que se queda fuera. Con que se quede fuera. Hace tiempo que ha prescindido también de los aullidos.

Hay ausencias que se quedan en casa para siempre. Se hacen oír cuando las necesitas.

Luna llena. Esa mirada que se queda sola como un perro en la tapia hasta que llega el alba.

Para decir algunas cosas es necesario desprenderse de casi todas las palabras.

Hoy me ha deslumbrado una visión fugaz de la verdad, como si fuera un sueño. Quizá por eso llevo esta niebla en la cabeza todo el día.

El amor, si arraiga en la soledad, no se degrada.

Para que una idea prospere, para que haga camino, es necesario, casi siempre, que adelgace. Que no llegue a convetirse en peso muerto.

Todo lo que importa va llegando despacio.

Decía siempre la última palabra, pero no había forma de que en realidad lo fuera.

Un día más, tienes tarea: se te escapó la palabra que buscabas.

 

Vienen despacio porque no llevan prisa, no porque sean viejos. Ni siquiera les importa si los miramos con desconfianza.

De vez en cuando hay que guardar silencio, dejar salir la ganga que nos coloniza el cerebro, para que no se contamine el pensamiento.

Los solitarios defienden sus hábitos con uñas y dientes porque les hacen falta para llenar los huecos.

Noche cerrada. Tu confidente fiel, la que lo sabe todo de ti y todo te lo aguanta. La que te salva tantas veces de ti mismo.

Me ha vuelto a pasar: no estoy de acuerdo con el que fui ayer.

Si la culpa siempre es ajena, ¿qué aportas tú?

¿Dónde poner el cansancio y la ceniza de los días cuando la luz declina?

A fuerza de costumbre, no estar en el lugar apropiado se acaba convirtiendo en una habilidad.

 

Hay que reconocerle a la estupidez su infinita capacidad de regeneración. No tiene límites.

En cada fragmento se oculta el corazón del mundo, como se juegan los seres vivos cada día la vida.

No olvidar, en los peores momentos, el rumor de la belleza que resuena en todo, por débil que parezca.

Cuídate de los espejismos cuando te asalte la sed.

Quizá su vida se vendría abajo sin el odio. ¿Por eso unos y otros se esfuerzan en cargarse de razones? ¿Construyen sus argumentos para justificarlo?

Es tiempo de callar, dijo el oráculo. Por una vez, acertó.

A muchas personalidades –no sólo a los políticos– se les ve el mecanismo que pone en marcha el discurso. La cantinela, ya que no el pensamiento. En ese momento hay que poner en marcha la habilidad más silenciosa de todas: cerrar las compuertas y pensar en otra cosa.

El duelo está cumplido cuando el silencio deja de doler.

¿Te ha obligado a madrugar la respiración de la noche? Espabílate del todo para salir al encuentro del sol.

Saber que todo es fugaz no conduce siempre a la tristeza. El carácter efímero de algunas cosas es la razón esencial de su belleza. Otras, es cierto, reales o imaginarias, propias o ajenas, impuestas o elegidas —haga cada lector su propia lista—, nos harían un favor si desaparecieran.

La memoria se parece a la baraja con la que el mago hace los juegos de manos necesarios para que la carta que te enseña coincida con la que tú sacaste.

El poema se escribe desde la orfandad. Se vuelve a ella cuando está terminado.

Sólo es verdad a medias: el tiempo todo locura.

Quien ha sido niño en la orilla del mar nunca deja de escuchar el misterio que las olas susurran, incesantes, sin desvelarlo nunca del todo.

¿Se acuerda de sí mismo quien olvida? ¿No pierde nada?

Mi punto débil cambia de lugar.

Esta mañana he encontrado el mundo hecho pedazos en mi mesa de trabajo. También había un niño concentrado en la reconstrucción del rompecabezas. En sagrado silencio.

Hay muchos días en que uno es el extranjero en el mismo momento de abrir los ojos. Sin remedio. Cuando la sensación se prolonga, buscamos entre la multitud algún rasgo con el que identificarnos, un vestigio de lo que fuimos. A veces, con asombro, damos con un semejante.

Lo más contradictorio del presente, y mira que pasa pronto, es que no hay forma de librarse de él. De retenerlo, ni hablamos.

Si Dios existe, qué va a ser de nosotros, que tantas guerras hicimos en cada uno de sus nombres.

No hay forma de eludir, noche tras noche, la amenaza sutil de los lobos en la niebla. Quién no escucha de vez en cuando los aullidos. Con más frecuencia en estos tiempos. Su más vieja virtud, más allá de la astucia, es la paciencia: esperan el momento en que bajamos la guardia, escudriñan nuestra debilidad con su mirada de acero. Anidan, tal vez, en lo más hondo de nuestras almas porque las saben desvalidas. A veces guardan silencio, pero sabemos que permanecen al acecho del primer síntoma de desánimo. Reaparecen de pronto en una revuelta del camino. En algún momento hay que hacerles frente, sostenerles la mirada. Cualquier herramienta es válida: el recuerdo tenaz de una tarde feliz cerca del mar, una esperanza frágil como la llama de una vela junto a la ventana, la decisión íntima —sin necesidad de esgrimir una razón— de resistir. Una vez más. Una más.

En esta época donde todo aspira a convertirse en espectáculo, hasta la soledad es difícil. Hay que ganársela y estar dispuesto siempre a defenderla.

El alma necesita espacio: no intentes atraparla ni malgastes el tiempo en describirla.

Los que no pueden vivir sin el odio ni siquiera necesitan argumentos, les basta con encontrar enemigos que a su juicio lo justifiquen.

Cuando el camino se interrumpa y no haya posibilidad de volver atrás, utiliza la imaginación o confía, como las nubes, en el viento.

 La infancia vuelve a sonreír bajo la lluvia.

Si le prestas demasiada atención al equipaje, arruinarás el viaje.

Qué cerca estamos de conseguirlo: todos haciendo monerías en la misma jaula.

Puedes verte obligado a cambiar de rumbo muchas veces, lo que tendrá como consecuencia la desorientación y la duda, pero no tienes por qué escapar. Salvo que renuncies a ser quien eres.

 Llega un día en que la mejor aventura —también el mayor riesgo— es no moverse del sitio.

Sólo quien sabe detenerse a tiempo puede perderse de vez en cuando. Antes o después, volverá a encontrar el rumbo.

 Le llevó toda la vida aprender a irse.

 

Llaman a la puerta con las manos vacías. Darles con ella en las narices no va a hacer que se esfumen.

Detrás de cada puerta hay un refugio o una cárcel. Hay que entrar para saberlo.

El mundo sería más habitable si algunos, que empiezan a ser legión, se estuvieran sencillamente calladitos.

También cuando no duermes estás vivo.

Una lágrima
se queda prisionera
si no la lloras.
   
                        Alfredo Buxán

Puedo entender a quien toma la decisión de destruirse, lo que me asombra es su necesidad de contárnoslo.

No es fácil, en el corazón de la noche, echarle un pulso al silencio.

La inocencia de la belleza no contradice su capacidad de destrucción.

La descalificación y el insulto es el único vínculo de que algunos se valen para relacionarse con los otros. No necesitan último recurso.

Nunca salimos de aquel ventanuco desde el que mirábamos nacer el día sobre el mar.

La mezquindad, en contra de lo que pudiera pensarse, no es patrimonio de la gente con pocos recursos intelectuales. Hay notables, en todos los gremios, que la ejercen con asombroso fervor.

Espérate a mañana para estar seguro del todo de lo que has hecho hoy. Asi podrás empezar el día con algunas correcciones.

No es mala costumbre, llegado el caso, haber sido pobre casi toda la vida. Con lo difícil que resulta quedarse únicamente con lo que nos haga falta.

¿Por que vas a rendirte, si ya la vida tiene encomendada esa tarea? Tú abre la ventana, riega las plantas, canturréale su canción a la jornada.

El bombardeo de imágenes le va quitando amplitud y precisión a la mirada. A veces, hasta ocultar el horizonte.

Lo único bueno del insomnio son las puertas que de vez en cuando abre.

Llegado el caso, la soledad es una forma de respeto no sólo hacia los demás.

Ese peligro que no siempre podemos eludir: la lentitud de unas horas en las que el alma no deja de caer.

La belleza de sonreír en la derrota no está al alcance de cualquiera.

Hay momentos inolvidables de los que nunca hablamos. Quizá para que nada los corrompa.

La poesía elige a sus pacientes. Se les va la vida entera en entender que la cosa no tiene cura.

Nadie está solo si escucha al niño que no ha dejado de hablarle.

Navegamos entre la quietud y la tormenta, siempre a merced de las olas.

Que tú no consigas algo (cada cual, cada cual, que atienda a su juego) no quiere decir que sea imposible.

Las palabras que se te escabullen entre las manos dejan un rastro, por frágil que sea, que antes o después reconocerás en lo más arduo del camino.

Las horas se deslizan en paz en el corazón de un hombre solo. Cada una le ha llevado de la mano a través del miedo y de las dudas. Al despertar, las agradece todas. Y lo intenta de nuevo.

La poesía es el aire que remueve las hojas una vez dichas las palabras.

Cuando las cosas empiezan a parecer lo que no son —a ser lo que parecen— es el momento de cambiar de rumbo.

Hay miradas que no dejan ver el bosque. Ni siquiera el abismo.

Sólo prescindiremos de todas las fronteras cuando veamos a los otros con naturalidad al vernos reflejados en los escaparates.

¿Cómo es posible que sonrían de esa manera sólo porque están en la cresta de la ola? ¿No llegan a prever el cacharrazo?

Para ser un viejo respetable hay que haber sido un niño libre y, desde luego, un hombre digno. El trayecto, en efecto, es un campo de minas.

Si un poema llega a quien lo espera, aunque lo ignore, está completo.

Con el paso del tiempo, sólo importa lo que llevamos con nosotros desde el principio. Las piedras que recogimos en la arena.

Cuando te digan lo que debes hacer, sonríe y calla.

Encontró su lugar cuando dejó de batallar por él.

El fracaso es el lastre que echamos por por la borda para seguir remando.

Cada vez que te rindes se rebela el indígena que guardaba silencio.

El odio al otro nos deja al descubierto.

Llegan a la orilla con las manos vacías tras un largo viaje. Lo han perdido todo. Sonríen.

Quizá llegarán a conocernos en lo que no llegamos a decir.

¿Cómo saber que aquella pincelada era la última?

La escarcha, para que no nos perdamos, congela las huellas que dejamos en la tierra durante la noche.

El pensamiento sin música se pierde en el vacío. Agua que se evapora.

Veo en mis manos las manos de mi padre.

Ya sólo cabe la esperanza de los que la han perdido y siguen adelante.

Entre el silencio y el vacío, el rescoldo de una hoguera, la llama de la vida.

Se corrompe quien esperaba turno.

Date la vuelta. No vivas siempre de cara a la pared.

Si no quieres que te pongan precio, vive al margen del mercado, elude la pelea, sigue tus propias reglas sin imponérselas a nadie.

Cuántas maneras de llamar a la esclavitud hemos aprendido desde que fue abolida.

El silencio empieza a ser un sueño irrealizable.

¿Dónde se detienen las miradas que se pierden, dónde se apagan?

Quédate quieto y pasarán de largo.

Algo va mal si el objetivo es salir en la foto.

Lo encierran todo en un escaparate, hasta el paisaje. El caso es vendernos algo.

Defender la fragilidad de la democracia aunque sólo sea para evitar a los que vociferan: “esto lo arreglaba yo en un abrir y cerrar de ojos”.

Lamentar el fracaso —ante el que siempre cabe la opción de rebelarse: respirar hondo y seguir— es una pérdida de tiempo.

Las cosas humildes que te rodean a diario, esas que te han acompañado en todas las mudanzas, cuchichean entre ellas, emiten señales para que no te distraigas.

Todo lo que desaparece deja alguna pista que no siempre conviene seguir.

La felicidad se desprende de los sueños como la lluvia de las nubes.

La gente de orden se lo salta sin complejos cada vez que le conviene.

Siempre hay alguien al acecho para saltar sobre la víctima.

Si buscas la claridad, mira la nube que va, mira la nube que viene.

Estar seguro siempre es una incongruencia que conduce sin remedio al aburrimiento o, lo que es peor, a la parálisis. Una pequeña duda garantiza, cuando menos, el entretenimiento.

Hay palabras que son un cabo ardiendo, una estela en el agua, la luz en la ventana. Hay palabras, también, que borran las palabras.

Hay cosas que sólo ocurren de verdad si las tocamos.

Ríndete como se entregan las olas en la orilla, sin dejar de hacerlo nunca.

En la tristeza silenciosa se perfilan las preguntas que no es necesario contestar.

Cuando por fin conseguía verlo claro, se había hecho de noche.

¿Armarse de paciencia?, ¿como si se tratara de repeler un ataque?

Abstenerse de responder a las opiniones inamovibles. No vaya a ser que cambien a peor.

Cuando salgo a correr de madrugada, veo salir el sol y por un momento me gusta fantasear que lo hace para iluminar la senda unos metros por delante de mis pasos. Ya sé que no es verdad, pero no es lo mismo verlo salir que saber que lo hace cada día.

Una herida se cierra si toco tu cadera.

No acabo de acostumbrarme, para entrar en un libro, a tener que desamordazarlo. En algún caso, es necesario un cuchillo para arrancarle la camisa de fuerza.

Para escuchar la voz de las cosas, acércate a ellas, tócalas.

Cuando te asignen un lugar, hazles creer que estás agradecido y sigue con la búsqueda.

Todas las tribus se acaban pareciendo.

Ser el cauce del río por donde pasa el agua.

Hacía el mismo trayecto cada día con una sonrisa en la cara, convencido de que en cualquier momento se produciría el milagro. Llegó a viejo.

Hay cosas a tu alrededor que no acaban de llevarse bien con el nombre que les ha adjudicado la costumbre. Quizá te lo agradezcan si un día se lo cambias.

El poema se sostiene, aunque el viento le arranque las hojas, en la silenciosa fragilidad de sus raíces.

Qué tiempos: todo el mundo empeñado en blandir la última palabra. 

En los días de niebla, el sol se despereza como un gato detrás de la cortina.

No sé si es buena idea: para eludir el vértigo del vacío se refugian en la inconsciencia.

Se han hecho expertos en la invención de problemas quizá para tener algo en lo que pasar la tarde. La solución les da un poco lo mismo.

En los ojos de un niño se puede leer todo, lo que ha visto y lo que le queda por ver.

Cuando dejamos de mirar al horizonte —cuando bajamos la vista— ya no hay escapatoria: estamos atrapados, nos hemos sometido.

Deja abierto el balcón mientras afuera llueve.

Los días en que no ocurre nada acaban dando la sorpresa.

La flor que sobrevive entre los escombros es la última sonrisa de las víctimas. No niega la realidad, la resucita.

La verdadera aspiración del alma es la ligereza.

Siempre fue pobre, quizá por eso vivió también feliz muy a menudo.

Nada puede arrancar de la memoria el crujido de aquella escalera que dejó de existir hace ya muchos años.

Cualquier decisión nos despoja de aquello a lo que renunciamos.

La belleza sobrevive a los adornos.

Cuando cierres el libro, no dejes de abrir otra ventana.

No deja uno de ver porque los ojos se le cierren.

De nada te valdrá la inteligencia si no le das algo de tiempo, si nunca te detienes a escucharla.

La soledad, como el desierto, es una forma inabarcable de paisaje.

Si necesitas salir del laberinto, procura no olvidarte de la brújula. Puede que quieras volver.

Si nunca llegas a quemarte, ¿qué vas a decir del fuego?

El admirable silencio de los animales ante el presentimiento de la muerte.

El cuerpo busca la luz y la genera.

Si te ofrece los labios, deja para otro momento las palabras.

La mayoría de los discursos adormece al auditorio, que viene a ser lo que pretenden.

Cuando te quedas sólo, el miedo permanece fiel.

Para seguir viaje es necesario, al levantarse, soltar la mano del que éramos anoche.

Algunas palabras esperan su oportunidad.

Hay que prestar oídos a lo que dicen los ojos mientras la boca habla. No siempre tocan la misma pieza.

Cada día trae también una amenaza en el capazo que tenemos la obligación de sortear.

Nada más engañoso que decir toda la verdad. A veces es suficiente con saber un poco.

Si no pones en práctica lo que aprendes, aprendes poco.

Que entre el día y la noche quepa siempre una sorpresa. Aunque no llegue a producirse.

Qué poco lucido el trabajo de ese contable que se pasa la eternidad anotándonos las horas para borrarnos de la lista.

Si sólo buscas la infinitud del horizonte, puedes perderte la belleza de lo que te rodea. Es más humilde, pero la tienes a mano.

Vete despacio, insisto. No se puede desahuciar a una tortuga.

En el silencio se escucha (¿por eso nos asusta?) el verdadero latido de las cosas.

Mirándose el ombligo, se perdió el paisaje.

La verdad, como el sol, resplandece cada día. Y cada día se oculta.

Aunque te encierren, sal al patio, asómate a la tapia y sueña cada mañana para que tu mirada contribuya al movimiento de la vida.

Los solitarios dedican la mayor parte de su tiempo a escuchar. Para eso lo tienen.

Ante la sutilidad encubierta de algunas agresiones sólo cabe la elegancia interior del silencio.

Cuando un niño se queda quieto de repente, con la mirada fija, está ocurriendo algo que a casi todos los adultos, miopes, nos pasa desapercibido.

Hacer ostentación del dolor de todos es un fraude moral.

Cuando veas llorar a un niño, no le quites importancia a sus razones. Acuérdate de cuando tú lo hacías.

No me preguntes cuánto falta para la casa del río. Te espero en la cima de la montaña. Cuando llegues, empezaremos a bajar. Cada uno con su piedra.

¿Qué vas a hacer cuando lo tengas todo?

Las palabras se entreveran en el silencio de la noche para hacerse olas.

La precariedad es el cauce por el que discurre la vida, la savia de la que se nutre el poema.

Si te complace lo que estés haciendo cuando veas llegar a la emisaria, no lo abandones. Si has sabido vivir, podrás incluso ofrecerle una sonrisa.

Demasiada gente dispara cuando habla.

Si fuera hoy, por azar, el fin del mundo, lo más probable es que siguiéramos soñando.

La realidad nos sigue a todas partes.

Quien está solo, como es lógico, no puede contárselo a nadie. O dejará de estarlo.

Todo lo que vives se sustenta en lo que ves o en lo que sueñas. Como todo lo que escribes. Poesía es cuando coinciden.

Estás en el buen camino si dudas de ti mismo. Ahora se trata de mantener el rumbo.

No he dejado de patalear desde la cuna. Como es debido.

La rigidez de los dedos da como resultado esta escritura jeroglífica que a tu propia mirada le cuesta descifrar. Algo así como el mar, ¿te acuerdas?, cuando empezaba a picarse.

Escucha con atención también cuando no tengas, en apariencia, nada que decirte.

Perderse en la búsqueda despeja el horizonte.

Cada noche oigo en el sueño una voz a la que no llego a darle salida, aunque también es la mía.

La costumbre de acumularlo todo como si nos fuera la vida en ello es la peor de las condenas, un peso muerto que nos disuade de tantísimos caminos que sólo cabe afrontar desde la ligereza.

El espejo, si le mantienes la mirada, también puede mostrarte lo que eras. Depende de ti recuperarlo.

Pensar por uno mismo, sentir con los que sufren, amar a los que esperan: con eso da para aguantar la cuarentena. Y darle rienda suelta a la memoria.

Se considera inútil, innecesario, todo lo que no produce rentabilidad. A semejante estado de barbarie hemos llegado. Nada más superfluo, en este orden de cosas, que la poesía. Que, sin embargo, es el alimento esencial que nutre el alma de muchos aquí y allá desde que el mundo es mundo. No sirve para nada, tienen razón, salvo para calmar la sed y mantener intacto, incluso en el sufrimiento, el amor por la vida. Para llenarla de sentido.

Cuando se nos va un ser querido —porque es lo natural, según el dicho–, la vida continúa. Así ha de ser, sin duda, pero una parte de nosotros se queda atrapada en los últimas imágenes –la voz, el silencio, la mirada, la sonrisa– que conservamos de él. La vida sigue, sí, y siempre nos arrastra, pero en lo sustancial la seguimos a un ritmo diferente. Porque ya no vamos solos.

“Todo el mundo tiene un precio”, dicen con aire de superioridad moral. ¿Le enseñan eso a sus hijos? ¿A partir de qué edad?

Ya ni siquiera necesitan echar mano de los disfraces. Aquí y alla, van imponiendo sus ideas con el eterno discurso de que no hay otro camino. No dicen hacia donde. Quizá sólo nos queda, como individuos, la libertad del silencio. La herida interior. La resistencia íntima del alma.

Creo que... Me parece bien, es tu derecho. Pero permíteme dudarlo.

Quizá la naturaleza haya empezado a arrepentirse de nosotros.

Resumen de prensa: siempre se puede ir más allá.

Nada más poético que la bondad, que a duras penas sobrevive en lo más profundo del bosque.

Tengo la sensación de que ya sólo escribo en las paredes. No me disgusta que la lluvia borre las palabras o el viento se las lleve.

¿Dónde esconderse de lo que somos como especie, ya que no es posible presentar la renuncia?

En tiempos de oscuridad, la luz sobrevive, temblorosa, en lo más profundo de la cueva, en la intensidad de cada mirada.

Estar solo deja las puertas abiertas.

La vejez se nota en que el cuerpo, aquí y allá, en pequeñas acciones cotidianas, deja de hacernos caso. No hay que tomarlo a broma, pero tampoco dejar de sonreír.

Cuando la especie se tambalea reaparece ese otro virus incurable de los que quieren sacar tajada. La base de su negocio es el dolor.

Nadie va solo. Ahí llega su sombra con la lengua fuera.

No sabe qué elegir: la quietud de la piedra o el vuelo del pájaro que se posa en ella.

Las palabras necesitan el silencio para mirarse en el espejo.

Tenemos la costumbre de subir demasiado rápido, como si no supiéramos que luego hay que bajar.

Es increíble, en plena oscuridad, la cantidad de gente que lo sabe todo.

Busca el latido de la luz en lo que estás mirando. No vaya a ser que se lo lleve el viento.

A veces no es posible evitar la humillación, pero sí las explicaciones. El silencio es el último refugio de la dignidad.

La memoria de la piel no se hace trampas.

Todo el mundo encuentra razones para ver el odio propio reflejado en el otro.

Si tuviera dinero podría, por ejemplo, cambiar el mobiliario —un sofá nuevo, un arcón de caoba donde guardar las mantas hasta el próximo invierno—, comprar muchos más libros, no hacer cálculos a la hora de salir a cenar, emprender algún viaje. Cosas todas que, en sí mismas, no me harán más feliz.

No tienes obligación de contar los sueños. Tampoco de ocultarlos.

No hay que engañarse. Siempre están ahí. Con la paciencia de las hienas.

Los puntos suspensivos son armas de doble filo: nunca se sabe si abren un camino lleno de posibilidades o si llevan a un callejón sin salida.

Por la mañana todavía hay esperanzas.

Las huellas que deja el que se va, ¿seguirán siendo suyas?

Atrapas al vuelo, cada día, una mirada. Como si fuera un pájaro. No vaya a ser que mañana no puedan tus ojos recibirla.

No a todas las palabras se las lleva el viento. Las hay que ni siquiera cicatrizan.

La sonrisa es una llave. La cuestión, en cada caso, descubrir si cierra o abre.

Ha de volver la gente a los abrazos como la luz estalla en los balcones.

Nunca nos vamos de la infancia.

Has visto pasar el tren con cara de susto porque eras tú, seguías siendo tú con la frente tiznada de hollín quien se asomaba por la ventanilla como si no reconocieras la estación.

Para envejecer como es debido conviene vivir despacio.

Quedarse en casa, qué buena ocasión para abrir los balcones y mirar hacia dentro.

A la vanidad de algunos se le atraganta de celos hasta la línea del horizonte.

Te cruzas en el campo, mientras corres, con un hombre de tu edad que se apoya en su bastón. Se cruzan también los sentimientos de ambos: por qué él puede y yo no, por qué yo puedo y él no. Todo es fortuito.

Ahora que el tiempo es tuyo, madrugas más que el churrero. Hoy has salido antes que el sol. Se asoma despacito, con la cara lavada, su paso de tortuga y su belleza de siempre. Aunque lo ignora, feliz, él también envejece.

Guarda silencio. Tal vez así no contribuyas a la injuria.

Vivir es una obligación que también contempla la libertad de quedarse en casa.

Al acercarse la vejez, es un milagro —casi un malabarismo— no llegar a caerse uno del caballo.

Todos somos el extranjero de alguien.

Una pregunta es siempre la primera pregunta que sisean los párvulos.

¿Cómo es posible que no lloremos todos cuando llora cualquiera?

El hombre recoge virutas en el taller del tiempo y cree que son revelaciones.

El dinero da la facilidad, que tiene poco mérito.

Tomamos algunas decisiones cuando el desenlace nos resulta indiferente.

Convivimos con el que llegamos a ser sin dejar de vigilar sus movimientos.

Hay niños que lloran sin dejar de reír. Benditos sean.

Vivir es reconocerse incluso en los errores.

Puede que la venganza apague el incendio que te devora el corazón, pero lo dejará para siempre cubierto de ceniza. No te arriendo la ganancia.

¿De que extraña fuente de veneno bebe el desprecio?

Si caes en la cuenta, mira bien si se trata de pagarla o sólo de seguir la búsqueda.

Hay poemas que entran en nosotros por la puerta del patio. Con la cautela silenciosa de los gatos. Sin que nos demos cuenta. Hasta que un día descubrimos que no vuelven a salir.

Naipes. Los solitarios casi nunca salen.