Párate a pensar con toda la intensidad de que seas capaz hasta que se borre de tu conciencia la palabra yo.

El silencio es de cristal. Se hará añicos si lo rompes a destiempo.

Te salen al paso, en el camino, otros caminos. ¿Cómo saber cuál es el bueno? ¿Cómo elegir, cada vez, el que te lleve a casa?

Si olvidáramos todo, ¿nos reconoceríamos?, ¿de qué hablaríamos con nosotros mismos?

Como el pájaro a su nido, cada alma ha de volver a su silencio.

No hay atajos a la hora de tomar decisiones. En realidad se van forjando sin que nos demos mucha cuenta. Por descarte, por fatiga, por urgencia, por miedo o por azar.

Ahora que te has ido, qué fácil resulta verte.

Camino siempre algo distraído, así que se ha vuelto tan fastidioso como normal que algún conductor –¡hay que ver cómo se irritan!– me toque el claxon. Quiero decir las narices. También, en días de lluvia, algún otro me ha empapado de arriba abajo al meter la rueda en el charco como quien entra a matar al volapié. Debería poner más cuidado, lo sé: no los veo venir. Por precaución, eso sí, he ido adoptado la costumbre de cambiarme de acera de vez en cuando. Por nada en especial, ni me persigue nadie ni protagonizo ninguna de esas aventuras emocionantes que la gente se inventa o dice que le pasan. Tampoco creo que vaya a eludir las embestidas de los automóviles. Sólo se trata, más allá de los peligros reales o fingidos que pueda correr, de verme venir a mí mismo. Qué menos.

Vive contigo y serás libre.

La ansiedad es espesa, roe el alma hasta desfigurarla, como la niebla hace con el paisaje. Cuando la veas venir, ármate de paciencia y espera a que levante. Siempre lo hace.

La paz, lo sabe hasta Perogrullo, sólo llega cuando abandonas la batalla. Contigo mismo y con los otros.

Con qué tesón se alza cada año en las cunetas la belleza de las amapolas. Cuanta fortaleza en su fragilidad. Bailan, altivas, con el viento. Así también en la vida. Lo que alcanza a conmovernos, por efímero que sea, siempre vuelve, jamás nos abandona.

Las nubes se divierten.

Sólo al llegar a viejos estamos cerca de la novedad. Como es natural.

No reniegues de la tristeza cuando llega cargada de razones. Sólo hace su papel. Despídela con alegría cuando la veas marchar.

Hay alergias felizmente incurables.

Nunca estoy solo, me tira de la manga el niño que fui. A todas horas.

El avaricioso gasta su vida en acumular. Es decir, se la pierde.

Si Dios existiera, se habría arrepenido o tal vez viviría en la clandestinidad, más solo que nunca.

¿No hay en el cerebro una neurona que les indique a algunos cuándo han de callarse? Hablar mucho nunca ha significado tener razón. Una sola, por favor: la neurona piadosa.

Me quedo pensando si las casas, cuando nos vamos, también nos abandonan. Quizá se guardan algo nuestro, como nosotros hacemos con la atmósfera de calidez en la que nos envolvieron.

Los sentimientos, como nosotros, andan. Por eso dejan huellas.

Tengo la casa, en general, un poco abandonada. Cada vez me cuesta más. Esta mañana, mientras me esfuerzo en poner orden, el que estaba concentrado en la lectura se remueve en el sillón. ¡No tendrás otro momento, claro!, le oigo rosmar como si masticara su propia voz. Pero no contesto, sonrío, le pongo música de Mozart y me doy prisa en terminar cuanto antes. La verdad es que convivimos sin dificultades. Son muchos años juntos.

En las nubes del atardecer, después de la lluvia, sigue estando lo que vi de niño.

No hay mejor antidepresivo que la risa. Eso sí, no hay que olvidarse de tomarlo cada día.

Los náufragos sólo tienen, en el último instante, el abrazo del mar que los acoge.

Haber sido feliz garantiza, al menos, la memoria.

A través de las cicatrices, aunque se lleven con disimulo, puede contarse la historia de cada uno.

Cada gesto es nuevo, aunque parezca el mismo.

Las cosas que cambian de sitio toman sus propias decisiones.

¿Cómo pensar en el Mediterráneo sin que se nos ahogue el alma en el naufragio?