Cuando el único argumento es el dinero, ¿para qué vas a hacer cuentas? Quédate en casa o sal a pasear por la orilla del río. Disfruta de lo que no tiene precio.

Aprende a decir tú si quieres saber quién eres. Haz un esfuerzo por entrar en la mirada de los otros y date la vuelta. También eres lo que verás entonces.

La noche es la hora de la verdad. Las defensas camufladas que a duras penas hemos conseguido levantar durante el día quedan al descubierto y ya no sirven para protegernos. Quedamos a la intemperie, a solas con nosotros mismos. El cerebro se esfuerza en la evocación de lugares, situaciones y personas que tal vez en algún momento nos hicieron felices, pero el fantasma del miedo se ríe a carcajadas, asoma su cabezota bajo el edredón y destila su magma pestilente de amenazas. Inconcretas y sutiles. En cascada. Cerramos los ojos y nos disponemos, una vez más, a hacer la travesía.

Miro con asombro el sufrimiento incalculable que cultivan, con tenacidad agotadora, los que sólo dicen yo en todo lo que hacen.

Que nunca te abandone el niño que se escondía entre las rocas, aterido de frío en medio de la tormenta, para escuchar lo que tenía que decirle el mar, su bramido feroz, su poema inacabado. Que siga contigo hasta el final en el río silencioso de la vida. Que no deje de enseñarte a mirar como miraba entonces.

La luna tiembla cuando no duermes.

Las miradas son puertas. Se abren y se cierran.

Hay gente que sale de casa con la esperanza de tropezarse con un solo gesto de simpatía entre la multitud.

Hay cosas que sólo existen de noche. A algunas es mejor no referirse, sólo aguantar con los ojos abiertos hasta que llega el día.

Hablamos y hablamos como cotorras, no sé si para cambiar de idea o para ocultar lo que somos, lo que desconocemos o lo que nos aterra.

Recordar es volver a bañar el corazón en las aguas que un día lo cubrieron.

Entre la cobardía y la temeridad, el paso leve de las vidas humildes, el fulgor de lo sencillo.

La página en blanco es un buen principio.

Si no quieres competir, abandona, no hay otra posibilidad. Quédate al margen para reconocerte.

La belleza prescinde incluso de la felicidad. No la necesita.

Poema imposible. El que va del asombro que produce un balbuceo a la desnudez de un aullido.

La soledad, que es inabarcable, se estremece cuando ve que la nuestra, mínuscula, le hace sombra. Como si temiera que le arrebatáramos su prestigio de gran señora.

La fortaleza es una apariencia. La fragilidad, un cauce por el que llegar al mar.

El poema, al nacer, se tambalea. Como cualquier cachorro.

La santa lluvia. Un homiño de mi pueblo se hizo célebre cuando lo abandonó su colombiana. Incapaz de soportarlo, tomó la decisión de suicidarse, más que nada por seguir la tradición, pero tuvo la mala suerte de que esa tarde llovía sin misericordia. Es bien sabido, vaya por Dios, que nunca lo hace a gusto de todos. Ni siquiera esa contingencia arredró al desesperado. Volvió a casa rosmando, agarró el paraguas, salió hecho un basilisco y se dirigió a grandes zancadas al muelle con la intencion de arrojarse al agua.¡Que o mar me leve, que o mar me leve e que me cubran as tebras!, repetía sin consuelo. Mientras iba y venía hubo tiempo de sobra para que se corriera la voz, y allá marchaba, tambaleante y a saltos como una peonza, hacia la negra oscuridad del mar, todo ello bajo la protección (es un decir) del exiguo paraguas que, mira por dónde, pertenecía a su mujer. También dio tiempo a que una recua de cativos fuera tras él acompáñandole en la cantarola, entre bromas y veras, como si se tratara de un coro griego: non o fagas, badulaque, vai a dormila; non che tires, Cipriano, que vai fría e hai máis mulleres que cirios; ¿vaste perder a festa?, ¿e qué facemos co viño? Todavía corre el cuento en las tabernas. Entre la compasión, la solidaridad y la burla. Él mismo le da vida, melancólico y risueño, aferrado a su vaso como a mástil de proa en noche de tormenta.

Un rasgo común a todos, antes o después: el desamparo.

He visto nacer una flor nueva en la ventana. Amarilla y minúscula, como un hilo de sol. La indiferencia del mundo no puede hacerle daño. Morirá pronto, tal vez mañana mismo, pero ha alcanzado ya su eternidad.

El mar nunca está solo.

El momento más grave de la vida tiene lugar el día que tomamos conciencia de que la muerte nos atañe, se dirige a nosotros en exclusiva, nos distingue en primer persona. Por eso hay que vivir cada día plenamente.

Las cosas están ahí, nos acompañan en silencio, se diría que a ratos se estremecen con nosotros, nos interpelan, intentan decirnos algo. No siempre lo consiguen. Cabe considerar la posibilidad de que la culpa sea nuestra.

Cruzar el bosque, una vez más, de noche, para saber si estás al otro lado.

A veces pesa demasiado el recuerdo de todos los que fuimos.

El mar no se hace responsable de sus ahogados.

Otra vez el asombro ante las cosas que nunca se mueven del lugar que les ha sido asignado. El corazón en el pecho, la montaña imperturbable frente a la galería. ¿Qué percepción de la existencia puede tener lo que está siempre en el mismo sitio? Ser, por ejemplo, aquella roca desde la que nos lanzábamos al mar. Tener conciencia, entre el vértigo y la bruma, de la inmortalidad de esa clase de existencia.

La poesía no duerme. Sólo puedes atraparla si participas de su insomnio.

El sentimiento ha de cuidarse de tener las raíces al aire.

Nunca llegamos a tocar aquello que no alcanzamos a decir con las palabras.

¿Qué pasaría si alguien de verdad nos llegara al corazón, se hiciera cargo de un vistazo de todo lo que somos? ¿Podríamos corresponder, entablaríamos por fin una conversación entre iguales, inteligible y sin malentendidos?

La poesía está detrás de la apariencia de las cosas. Estaba antes.

Si te armas de paciencia, todavía estás a la defensiva.

Nadie puede demostrar quién es porque se está buscando.

¿Quién es el que se relaciona con el mundo, compra el pan, cede el asiento en el tren de cercanías, habla con un desconocido mientras espera su turno en el ambulatorio? ¿Quién el que ríe, el que divaga, el que se ofende o el que calla? ¿Quién el que vuelve a casa, tan huérfano como siempre?

Mira a ver lo que atesoras. Si acumulas más de la cuenta, te puede faltar el aire.

Si se te clava, es un puñal, aunque parezca una mirada.

Cuando salgo de mí, me desconozco. Aunque no quiera.

El miedo, la luz, la angustia, la esperanza, ¿estaban ahí cuando nacimos? ¿Son herramientas que pertenecen a la especie?, ¿nos acompañan a todos o sólo a cada uno de nosotros, a ratos, para salir del paso?

El poeta, sobre todo cuando acierta, descubre con el asombro de un niño lo que está diciendo.

Resolvemos muchas contrariedades y algunas dudas en el transcurso de la vida, pero no el misterio del alma que las selecciona.

Sólo valen la pena (o la alegría) los viajes que nos devuelven al punto de partida. A quién se lo vamos a contar mejor que a nosotros mismos.

Si quieres entender, nunca te olvides de escuchar el eco de las palabras hasta el final. Sólo entonces podrás saber lo que significaban.

No todo lo que dejamos caer sobre el papel está destinado a germinar. La vida también repite los mismos gestos, escribe cada día sobre una lámina en blanco. De vez en cuando, sin saber cómo, nace algo extraordinario: una flor delicada, un ser único, un poema raro.

Todo lo que nos aturde pertenece a la oscuridad, nos aparta de la luz en la que podríamos, tal vez, reconocernos.

Ser un lobo despierto, no dejar de temer las andanadas de los cazadores.

No te dejes atrás cuando sientas que te lleva la riada.

Algunas miradas son los pañuelos al aire con que nos saluda la felicidad. El mismo aire que se los lleva con él.

No muevas un dedo por ocupar un lugar, por atractivo que sea, en el que tengas que dejar de ser quien eres.

Cada día, con una crueldad insoportable, la humanidad se mutila a sí misma. Todas esas muertes en nombre de ideas superiores nos reducen a ceniza. Nos arrebatan la dignidad. Quién pudiera, cada vez, dejar de ser uno de nosotros. Árbol desnudo, lobo solo o piedra en el camino.

Nocturno. Una vez más, la noche se hizo interminable. Se me fue extendiendo en el alma como una mancha de alquitrán. Me acosté ligeramente preocupado por asuntos triviales y no tardó, como cabía prever, en empezar el baile. De nada sirvieron esta vez los entretenimientos, los trabalenguas y las respiraciones profundas de que eché mano: imposible dormir. Después de cerca de dos horas de retorcerme como una sabandija entre las sábanas, de inventar sueños, imaginar historias, contar hormigas, de maldecir en arameo y de pedir compasión a dioses demasiado inconcretos (no sé si no responden por eso, pero jamás se dan por aludidos), me levanté como quien presenta su rendición al enemigo. Bandera blanca. Hice todo lo posible por no perder el control y afronté ese tipo de tareas que se van dejando porque o son un engorro o se pueden hacer en cualquier momento: revisé las cuentas del banco, regué las plantas sin necesidad, recogí la cocina y bebí dos infusiones, puse un disco de Adriana Varela (bajito, la vecina de arriba tiene genio) y bailé un candombe en el salón, cambié de sitio los juguetes y las fotos de las estanterías, resolví doce sudokus, descarté la plancha (“cómo vas a estar de pie con la que llevas encima”) y extendí con esmero, ya muy cerca del alba, el edredón de cuadros. No recuerdo entre qué dos ocupaciones, supongo que acorralado por la desesperación, cometí un par de asesinatos. Creo que se dice así: cometí. Es todo tan confuso cuando no puede uno conciliar el sueño. Lo que más me extraña es no tener las manos manchadas de sangre.

No te enredes en interpretaciones: soñar es suficiente.

Explicar un sentimiento es dejarlo a la intemperie.

Que el tiempo pasa y pesa lo sabemos —tampoco hay que apurarse— a su debido tiempo.

Qué sería de la memoria sin la lluvia de la infancia.

Más allá del nombre, la profesión, los hábitos de cada día, la sugerencia no siempre reveladora de los gestos, la desconfianza o el calor de la mirada, ¿qué podemos saber del otro? No más de lo que sabemos de nosotros mismos. Casi nada.

El miedo por algo que no está ocurriendo, que casi siempre es imaginario, ¿carece de existencia?

No hace falta que creas en todo lo que sueñas, sólo defiéndelo con lealtad. No escuches cuando te digan que sólo son imaginaciones tuyas. Como si fuera poco.

Cada verso se abre camino en la confusión de cientos de versos que brillan un instante bajo el agua de la orilla. A tientas. Los que nacen sin esfuerzo nos deslumbran. Tardamos toda la vida, si es que lo hacemos, en reconocerlos como propios.

Cada vez que alzas la mirada ocurre algo, aunque no siempre lo veas.

El diagnóstico le da nombre al dolor, pero no siempre lo explica.

Antes de ponerle nombre, mira bien lo que tienes delante.

Lo que a primera hora parece una cuesta arriba, a menudo lo es, pero se habrá quedado atrás cuando te acuestes.

Para no traicionarla, a la memoria hay que dejarle siempre una ventana abierta.

Romperse es fácil. No sólo depende de uno.

El perseguido no puede detenerse.

Tender la mano no siempre es pedir limosna.

No hace falta que entrenes: estarás preparado si aceptas lo que venga.

Si todo fuera un espejismo, ¿volveríamos a inventar la realidad? ¿Esta realidad?

Cuidado con los valientes, son de gatillo fácil.

Un paseo. Un paseante asiduo imaginó que su vida, por fin, sería diferente si aquella madrugada optaba por una senda que había evitado cientos de veces. Siempre le había parecido innecesariamente sinuosa. La afrontó con un espíritu aventurero que desde ningún punto de vista encaja en su temperamento. Quizá influyó decisivamente la mala noche que había pasado, llena de presagios algo difusos. Se perdió varias veces, resbaló en un talud y se rasguñó la rodilla y el brazo derechos, sin consecuencias graves. En algún momento llegó a sentir algo semejante al miedo, pero no tardó en fijar en el horizonte las referencias visuales que lo devolverían a casa sano y salvo. Su casa de toda la vida. Llegó fatigado como una bestia de carga, con una flojera estimulante en las extremidades inferiores y el corazón alegre. Todo ligereza. Hacía mucho tiempo que no experimentaba esa sensación como de flotar en el aire sin el menor esfuerzo. Entró saludando con una energía desconocida, justo a tiempo de entender que ya no le esperaba nadie. Nadie.

Me dijo que estuvimos juntos y felices en una casa junto al mar. “Cómo no vas a acordarte de la manta de agua que nos cayó a última hora de la tarde, cuando volvíamos del paseo, de las risas casi infantiles que compartimos al secarnos uno a otro, de los versos de Alejandra que entonces me leíste”. Creo que se confunde de tormenta.

En la vejez no hay otra cosa de la que ocuparse.

No se puede ser el mismo a todas horas.

¿Qué mensaje impenetrable bulle tras la mirada de los niños que se detienen ante ti? No lo hacen con cualquiera. Os separa un abismo, en apariencia. Quizá se trata de un rito o un episodio más del mágico aprendizaje que tiene lugar a esas edades. Se quedan quietos como estatuas, parece que te interrogan en silencio, como animalitos que husmean el aire, pero quizá solamente calibran la posibilidad, que les asombra, de hallarse ante un semejante.

Todo secreto es un espejismo: aunque dure una vida, acaba en revelación.

Dormir es un milagro que no siempre sucede. El oro de los justos.

No he resuelto la duda que me asalta algunas noches: ¿flaquea la voluntad o es el cuerpo el que avisa, al quebrarse, para pedir una tregua?

El miedo puede hacer estragos o evitarlos. La clave es el equilibrio, como en todo: un poco de miedo es aconsejable en según qué circunstancias, mucho es un peso muerto que nos impide caminar.

Qué mal se llevan a veces estos dos que me habitan. El materialista que se burla de los estremecimientos del otro, el loco enamorado de la belleza que tantas veces, al ver que se marchita (¡te lo dije!), se desilusiona. El tipo frío que nada espera de la vida y el que escarba en la tierra y riega cada semilla de la que aquella nace. El que prescinde, dice, de todo y el que todo lo celebra. El que busca la soledad y el que la defiende. El que mira a sus semejantes con indiferencia y el que se reconoce en sus gestos más humildes. El que reniega de la humanidad a la que pertenece y el que se sabe imperfecto, prescindible, uno más, y no renuncia. Qué mal se llevan, sí. Cómo se necesitan. Son los que dan la cara. Tras ellos, una multitud de seres de perfiles borrosos que no se manifiestan.

La elección es siempre nuestra: dudar o perder el interés.

Aguanta. No añadas al vacío la trivialidad de la cháchara.

Las ideas que no vuelven eran pájaros. Déjalas ir.

Hay quien le pone condiciones a la realidad, que ya son ganas, y quien sólo se reconoce en el meollo de los sueños. Los que son como tú, extraños a tiempo completo, viven siempre entre dos aguas. Sin dejar de bañarse.

La intensidad, más que una herramienta para la aventura, es una cualidad del alma.

Aunque el hecho parezca el mismo, no siempre tiene las mismas consecuencias.

Un soldado puede ocupar el lugar del soldado que cae (¡es una orden!), pero nadie podrá reproducir su angustia, rememorar su voluntad de ser él mismo, juntar toda su vida en ese último instante ni vivir su muerte. Todo eso le pertenece en exclusiva.

La duda. La sensación rotunda de que alguien pronuncia tu nombre en medio de la noche con urgencia, como si estuviera en peligro. Te echas por encima de los hombros el jersey de lana y sales a recorrer las calles vacías durante horas como un endemoniado. Pierdes el hilo, no eres capaz de localizar la voz. Vuelves a casa derrotado y te la encuentras, si era ella, silenciosa, sonriente, con cara de frío, acurrucada en el portal. “Te esperaba –murmura–, sentí que me llamabas”.

¿Cuántas palabras tienes que cortar en la maleza hasta llegar al corazón del bosque? ¿Cuántos sueños que no te pertenecen has de habitar hasta caer en el tuyo?

No sé cómo dirigirme a la gente que no defiende una pasión, por humilde que sea, que justifique su vida.

Estar solo también le puede doler a otro.

¿A dónde irán las ideas que se nos escapan? No es extraño que, al oírselas a otros, nos digamos: ¡esto me suena!

Cuando el día nace desarbolado, me dejo ir en una hoja que pasa.

Quien haya tenido que aprender a no pedir ayuda acabará siendo dueño de su soledad.

Lo que intentamos cuando decimos la palabra siempre es hacerla más pequeña, tenerla entra las manos, ponerla a nuestro alcance.

Hay personas que prefieren ser esclavas de sus odios que renunciar a sus errores.

Cada cosa a su tiempo, decimos a destiempo.

Nada como esos pequeños instantes que torpemente identificamos con el vacío, cuando ya nada parece dolernos, cuando casi se podría decir que llegamos al olvido de nosotros mismos. Casi.

Somos capaces de estrellar un avión lleno de pasajeros contra la montaña y de rescatar al gorrión que se ahoga en una alberca como si se tratara del alma del mundo. Cualquiera de nosotros. Además de seguir matándonos unos a otros con asombrosa tenacidad.

De los errores se aprende, dice la voz popular. Por regla general, quien los comete se sorprende de hacerlo. En el peor de los casos, se prende de ellos y los repite sin remedio.

Alimentó la pasión, porque era un halago, sin llegar a involucrarse. Cuando quiso aproximarse al fuego sólo quedaba una mísera brasa bajo las cenizas, el estertor de una pincelada que se extingue. Belleza sin aliento.

El mar no duerme, nos espera.

El silencio se aprende. En medio del griterío, ni se aprende ni se escucha nada.

La arrogancia es una enfermedad que tiene mala curación, acaba siempre cruzándose con un virus más potente que la disuelve como un azucarillo.

En las tardes menos propicias, cuando las respuestas brillan por su ausencia, estás más cerca de saber quién eres.

Si el hombre fuera capaz de estar consigo mismo con la quietud de que hacen gala las piedras, quizá dejara de cometer atrocidades.

Que cada cual tire del hilo, a ver si un día, por azar, deshacemos la madeja.

Nunca le sonrías al poderoso que te humilla. Tu dignidad ha de mantenerse fuera de su alcance.

No hay un camino solo, nunca te empeñes en imponer el tuyo. Quieras o no, se cruzara con otros y ya no será el mismo.

Cuando te doren la píldora, suspende el tratamiento.

Cuando tocamos fondo, nos reconocemos en el resto de la especie, que antes o después ha de perderse en ese mismo bosque.

El silencio es una forma noble de austeridad.

En soledad se puede amar la soledad.

Correr bajo la lluvia, como si se bañara el corazón.

Tu alergia al vaivén de las vanidades es también el tallo que sostiene tu libertad.

Si algo altera tu ritmo, cambia el paso sin remordimiento. Si fuera necesario, párate, abrígate y espera. Cuando pase la tormenta, sigue el rastro de tus huellas.

Maquillan lo que dicen para ocultar la podredumbre de lo que piensan. Si además lo hacen con una sonrisa, lo más prudente es quitarse de en medio.

Nunca se apagan las luces que nos enviaba el mar, tan próximo, en aquella infancia feliz, donde el asombro diario se nos metía en tromba por la ventana y podíamos compartirlo, entre peleas y juegos, entre alegrías y temores, como un regalo diario de los dioses. La casa sucumbió al peso del tiempo, es verdad, pero no se puede olvidar lo que es eterno. Ese candil, ahora, es bueno para subir la cuesta final.

Las palabras, a veces, están quietas. Quizá nos piden la cortesía de que las dejemos descansar. Cuando menos lo esperamos, saltan sobre nosotros como cachorros con ganas de jugar, renovadas e intactas.

Los lugares importantes se nos meten dentro, van a todas partes con nosotros aunque nunca volvamos.

Lo que se da en la intimidad no se extravía.

Paso a paso, con lentitud, se va cumpliendo tu deseo: vivir sin hacer ruido.

De nada se aprende tanto como de la observación del comportamiento de unos y otros en situaciones normales, cuando andamos con la guardia baja. Cuando las cosas están preparadas, tiendo a aburrirme y, sobre todo, a no creer en lo que veo, en lo que quieren que vea.

La luz que te parece inalcanzable se acerca sigilosa a tu ventana.

Cuidado. A veces, al saltar, el alma se queda colgada de una zarza en el abismo. El cuerpo, más cobarde, se escaquea.

La vida se renueva cuando la cicatriz recibe la caricia.

No quitarle ojo a la realidad para evitar que nos distraiga de lo que la transciende.

Para llegar a entenderse habría que ser el otro.

Mira con calma. Elige. No te empecines en buscar una salida a golpetazos, como hace la mosca en el cristal.

Cuando te invada el vacío, déjalo salir. Que no te pese.

Ya no se trata de defender la fortaleza, sino la apartada quietud de los rincones.

No dejes al azar, antes de que el día se cumpla, por humilde que sea, la elección de una palabra necesaria.

El exceso de coherencia difumina los matices. Un pequeño desorden, por el contrario, los resalta. Como los juguetes de un niño en las postrimerías del día.

No es fácil imaginar (¿cómo ha podido ocurrir?) la edad a la que uno llega de repente. Quizá por eso hay que seguir aprendiéndolo todo.

¿A dónde van los caminos que se interrumpen con brusquedad? ¿Qué será de los que llegan al corazón del bosque?

En la soledad, el aforo está completo, no cabe un alfiler.

Hay vínculos que no son ataduras.

Cuando el ritmo interior que guía nuestro paso se interrumpe, el primero que lo acusa es el cuerpo.

Lo que no se asienta en el respeto a la diferencia no puede cuajar en nada respetable.

El silencio, llegados a cierto punto, es el último reducto de la dignidad.

Sólo llegamos a entender las cosas cuando las sentimos a través del dolor, la exaltación, el miedo o la alegría.

La casa verdadera, la única que nunca he dejado de considerar mía, es aquella, inmortal, que ya no existe. La luna y yo la contemplamos, indemne, cada día. El despacho del abuelo con su ventana a la calle, el suelo ajedrezado de la cocina, el crujido de las escaleras, el olor de las mazorcas y las manzanas recién traídas de la huerta, la humedad de las sábanas en las noches frías, la luz filtrándose en la galería, la puerta de atrás que daba al lavadero, las voces de todos que todavía resuenan. Nada de eso muere mientras yo necesite refugiarme entre sus paredes, mientras yo pueda entrar en ella sin llamar.

Haz tu trabajo en paz, sin mirar a la platea. Que el halago o el aplauso no te confundan. En todo éxito hay demasiado ruido, exceso de azúcar, fuegos artificiales.

Haber llegado es suficiente. Conviene recordar las trampas en las que estuvimos a punto de caer, los callejones ciegos en los que nos quedamos atrapados, los abismos de los que milagrosamente nos salvamos, los compañeros de ruta (a menudo los mejores) que fueron fulminados por el rayo.

El sol de cada día es el hilo de luz que nos mantiene unidos a la infancia.

La enfermedad, ¿es una traición del cuerpo o una llamada de auxilio? ¿Un azar o una consecuencia? En un primer momento, una sorpresa que nos deja indefensos; después, en el mejor de los casos, un aprendizaje.

Si percibes en tu temperamento rasgos luminosos de locura, sé prudente: disfrútalo en secreto.

La mayoría tiende a creer que tener razón es lo mismo que pensar.

La casa, cuando no estamos, se sostiene en la penumbra.

El silencio va adentrándose en la noche para hacerla más noche, más dueña de sí misma.

Descubrimos que el silencio tiene cuerpo cuando nos tropezamos con él.

Cuando no puedas más, siéntate a descansar en tu propia orilla. Todos llevamos dentro un río en el que hundir los pies.

Dogmatismo. Enfermedad crónica de sorprendente capacidad de contagio, muy grave cuando deriva en epidemia. Artrosis del alma.

El relincho soberbio de un caballo tras la niebla desarma la desolación de aquella tarde oscura en la montaña sagrada. Aunque no vuelvan a cruzarse, cabalgan juntos en mi corazón.

A los poderosos siempre les parece una ofensa que cualquiera se mantenga al margen: prefieren decidirlo ellos.

Cuando se cansa de esperar, el azar también elige marcharse con la música a otra parte.

El escondite. Se esconden tanto, tanto, que cuando se deciden a salir, ni saben volver al árbol ni quedan en el bosque compañeros a los que salvar.

Todavía arde bajo la piel dormida el fuego del que procedes.

Cuando la historia se acelera y todo es ya tráfico y estruendo que quiere devorarnos, los que vamos a pie optamos por caminos secundarios donde encontrar la recompensa de la lentitud.

Si la verdad ha de convertirse en arma arrojadiza, casi mejor vivir en la ignorancia.

Sin el cielo, por más ateo que se crea uno, no se puede vivir.

De vez en cuando, para no escapar de uno mismo, conviene detenerse.

Ya sólo parece excepcional la pequeña ternura de lo sencillo.

Acumulan tanto que tienen que esconderlo. ¿Les valdrá la pena vivir en semejante clandestinidad?

Hay personas que van por la vida como si fueran el sueño o el pensamiento de otro. Personas nube que transmiten la sensación de que pueden desaparecer en cualquier momento.

Tomar el camino equivocado puede resultar, a veces, una decisión acertada.

La mirada de un niño no envejece.

El silencio crece como las plantas, sin ser visto. También hay que regarlo para que no se malogre.

Cuando la falsedad se extienda como una mancha de aceite a tu alrededor, sumérgete en el agua, rescata la inocencia.

Si te empeñas en conocerlo todo del otro puedes perderte lo que quizá haya estado reservando en exclusiva para ti.

Vivir pendiente de la ráfaga de viento que remueva la arena y lo desvele todo.

Detenerse a mirar consolida el camino.

Tenerlo todo es sencillo. El lujo es vivir sin nada.

A quien se pregunta continuamente si la felicidad existe es posible que le dé pánico la respuesta.

Está bien darse, aunque se pierda uno.

Obsesionados con alcanzar el éxito, se olvidan de vivir. La mera posibilidad de pasar una tarde sin hacer nada les parece una amenaza.

Frente al cada vez más insufrible poder del dinero, permitámonos la rebelión íntima de cultivar lo inútil. Que nadie pueda ponerle precio a lo que amamos.

Empieza a ser un milagro que las palabras signifiquen lo que dicen.

En la intimidad más profunda ya no buscamos entender lo que nos rodea, sino diluirnos en la invisibilidad, descansar de nosotros mismos, despojarnos de la máscara con la que nos cubrimos cada día para andar entre la gente sin ser vistos.

La única razón de cualquier viaje (no hace falta ir muy lejos) es ser otro a la vuelta.

Si un recuerdo te hace daño, pasa a la página siguiente. Estará en blanco y podrás volver a equivocarte.

El prestigio sólo es un juego de manos: antes o después desaparece la paloma.

Necesitamos entretenernos en cualquier cosa (escribir, amar, beber, huir) para no escuchar el murmullo de las aguas que bajan.

Si las palabras bastaran, no habría que arrimarse al fuego, ni arriesgar el alma en la caricia, ni que hablar siquiera.

Cada vez que tomamos una decisión cambia el paisaje.

Entre las palabras, de vez en cuando, saltan chispas. Algunas necesitan llamar la atención, hacerse valer por cualquier medio; otras se esconden tímidamente en las zonas más tupidas del texto, como pajarillos en el bosque.

Lobo. Para ser quién eres, sigue tus propias huellas, vuelve a la soledad de la guarida.

Cuando dejes de dudarlo, no me des la explicación. Tendría que empezar a conocerte de nuevo.

Cuando llegamos siempre hace muy poco que se ha ido alguien. No es fácil saber si era la persona a la que buscábamos.

Si quieres volver a usarla, nunca digas la última palabra.

Sin ruido. Vivir en paz. Dejar que la riada se lleve la hojarasca de las cosas inútiles que se atascan en el alma. Escuchar atentamente el murmullo de lo que nos rodea (el temblor de este lápiz, esa nube que pasa) en el silencio humilde de la casa. Abrirle el corazón a las palabras para que lleguen a nosotros sin adornos. Que nunca falte, a un lado de la puerta, junto al perro que dormita, un cántaro con agua y una mano tendida. Aceptar el regalo de la lluvia. Sentarse al anochecer a ver morir el día y respirar con calma la lentitud del aire que nos llega. Entrar en uno mismo como se adentra el mar entre las rocas sin dejar de ser el mismo, sin ceder nunca el misterio de su inmortalidad.

Mientras unos buscan la salida, otros sellan las grietas para que nadie escape.

La felicidad es un relámpago. Si lo recibes con los ojos abiertos, tal vez nunca se borre de tu conciencia la estela de luz que traza en el horizonte, que siempre está ahí aunque sea inalcanzable. Si los cierras, quizá no llegues a contemplarla nunca.

Recibe los elogios en silencio y cambia de conversación lo antes que puedas. En el mejor de los casos, no lo olvides, sólo dicen algo bueno de quien te los ofrece.

Amar la belleza de las cosas inútiles: un fragmento de música en los albores del día, el movimiento de una mano en el jardín, el arbolito de la entrada.

El dolor no es una palabra.

Relámpago. Todo es efímero en el cielo como el dibujo de un mago.

Cada año que cumplimos nos enfrenta con un desconocido que conserva nuestro nombre.

Borrar las huellas deja huellas.

Los misterios más íntimos buscan un escondrijo donde estar a resguardo. Te los tropiezas a veces al abrir un cajón o al levantar un libro de la mesa. Te los quedas mirando, si saber qué hacer con ellos, hasta que en el primer despiste desaparecen de nuevo a saber en qué otra guarida.

Nada como un nudo en el estómago para empezar a deshacer la madeja.

Llorar es el último recurso del lenguaje. Callar, la única forma que conoce de recuperarse. Entre esos dos extremos, la cháchara banal de cada día, el balbuceo eterno de la especie.

Cuando no podemos más descubrimos lo poco que sabíamos de nosotros mismos, y seguimos adelante.

De lo que llamamos fracaso han brotado siempre caminos despejados que también conducen, felizmente, a fracasos nuevos de los que brota… y así sucesivamente.

Nada más emocionante que la contemplación de la gente que sonríe con limpieza incluso en el dolor.

Si no quieres perder el paso, no olvides que vas solo entre la multitud.

Cuando te rindas, levanta la cabeza.

El vagabundo goza de una libertad de la que carecemos los demás: no puede ya ser excluido. 

Robar el fuego de los dioses aunque no sea suficiente.

Cómplices. Me acurruco en la noche, que también es la vida, como un cachorro a los pies de la cama que espera con paciencia la alegría del alba.

De pronto, el bombardeo arrecia sin que tengamos demasiadas posibilidades de ponernos a salvo. Sabemos bien que no será fácil eludir el cerco, que las paredes empiezan a acusar las grietas y la metralla, de vez en cuando, llegará a rozarnos. Lo mejor es seguir, aunque conscientes del peligro, como si nada pasara.

Conserva, en la soledad, por si acaso, un rincón para quien va de paso.

Cada poema es el mismo, lo que cambia es el andamio.

Cuando me haces reír te acercas mucho.

Aunque parezca que nos desviamos, no perdemos el rumbo si volvemos al lugar del que partimos.

Lo que más importa, en todo, es lo que no vemos. Lo que se queda dentro.

Cuando el murmullo de la lluvia nos hipnotiza, la vida, por fin, es otra cosa.

Quizá empezamos a dárselo cuando sentimos que no tiene sentido lo que hacemos.

Muy a menudo, lo esencial sucede cuando no estamos atentos.

Se lo digo al que fui: no te dejes engañar por las apariencias, la infancia nunca acaba. Al que seré no hace falta decírselo: sin dejar de asombrarse y de jugar, él solo va guardando silencio, absorto en el horizonte que se acerca.

Son coherentes cuando dicen: no se puede hacer nada. Con tal excusa lo deshacen todo.

La ansiedad es una grieta por la que aflora, incontenible, indefenso, el sentimiento.

Héroes. Hay personas sin capacidad para afrontar las obligaciones de la vida cotidiana que, sin embargo, no dejan de cumplirlas a rajatabla, con una voluntad de hierro.

En este mundo de apariencia “igualitaria”, donde se puede encontrar todo en cualquier parte, sólo tiene verdadero valor lo que no puede venderse.

Para darle esquinazo al insomnio, se imaginaba una lista con las cosas que podrían llegar a hacer sus manos. Se dormía siempre, menos mal, unos minutos antes de cometer el crimen.

No hay otro camino que el camino indescifrable, nunca el mismo, que nos ha traído hasta aquí. Para encontrar el verso entre las piedras.

¿Se desorientan las sombras cuando llega la noche o se rehacen, como nosotros, para seguir acompañándonos?

La caricia es el paraíso de los ciegos. La risa, el tesoro de los mudos. La música, la recompensa de los sordos.

Quien ama no está solo, aunque esté solo.

La poesía es ese acorde silencioso y humilde que inesperadamente deja en el aire alguien que pasa, algo que late. La tarea del poeta es conseguir fijar ese rastro para que ya nunca deje de sonar. En voz muy baja.

Para envejecer como es debido, celebra la emoción que, por pequeña que sea, te traiga la jornada.

Las palabras, a veces, caen.

Escribir es un acto furtivo. Se percibe sobre todo en la actitud del cuerpo, que se encorva sobre el papel como hacíamos cuando éramos niños para ocultar a los otros lo que hacíamos. Son necesarios el silencio y la soledad. Nos volcamos en el oscuro mar de las palabras, inabarcable en sí mismo, como si aspiráramos al desvelamiento de un secreto que nos perteneciera en exclusiva. Hasta que nos damos cuenta de que sólo brilla de verdad cuando lo leen otros. Escribimos alejados de la playa para acercarnos a ella.

He visto a Sísifo en un recodo del camino. Hacía garabatos con un palo en la tierra, como si anduviera concentrado en resolver algún remoto enigma. Levanta la vista cuando paso, despacio, hacia la cima. No hace la más mínima intención de levantarse. Sigo ascendiendo y pienso: está cansado. Cuando vengo de vuelta, mucho más ligero sin el pedrusco a la espalda, no queda rastro de él. Alguien ha removido la tierra para que no se vea el dibujo.

Ahí están las mejores palabras, desgastándose sin perder la esencia de su belleza, relucientes y humildes como las piedras en el lecho de los ríos.

Es posible que el último tramo sea el más fácil, aunque también el más confuso. Hay que aceptar que es cuesta abajo aunque la sensación sea de estar subiendo suavemente, muy suavemente. Se podría decir, echando mano del símil deportivo, que es un falso llano, aunque no sepamos si la falsedad está en el desnivel o en la duración de la carrera. Lo único seguro es que ya hemos hecho la mayor parte.

Hay seres tocados por la gracia que se la quedan toda.

Cada nueva oportunidad lo cambia todo. También la próxima.

Ni cuenta se dio de que la alegría del sol se había adueñado de la casa porque en su mente sólo había nubarrones.

¿Dónde se queda el aire cuando una puerta se cierra?