Me duele la memoria de mis labios.

Los caminantes, contra lo que suele creerse, no coleccionan quilómetros o paisajes, sino pasos. Los solitarios, el murmullo de las horas. La gente, en general, esperanzas que más vale no concretar demasiado. Cuanto más duren, mejor. La mayoría se vale de un truco para ir tirando: sustituirlas por otras cuando perciben que el tiempo empieza a marchitarlas. Hacen bien.

¿De verdad creen que es posible eludir el fracaso, que vale la pena vivir hurtándole el cuerpo a ese viento tenaz que sopla, antes o después, en mayor o menor medida en función de las circunstancias, el azar y las ambiciones de cada cual, en la vida de todos los hombres? Sólo es un contratiempo del que hay que levantarse. Una palabra. Lo que importa es el paso siguiente, siempre.

¿Es más duro ser un desarraigado que un esclavo?

El lobo se escabulle entre la multitud para hacerse invisible. Es su última guarida.

Con los años se aprende que nunca deja uno de aprender. Y de equivocarse.

Cuando la vida no te dé respiro, sigue adelante como si tal cosa. A veces se despista.

¿Es posible que la mayoría de la gente empeñe su vida en ocultar su verdadera identidad para adaptarse a un mundo que, a la postre, no tiene nada que ofrecerle salvo el yugo de la simulación?

La hosquedad no siempre es un síntoma de amargura. Puede ser rebeldía. Deseo de hacer estallar la norma.

¿Cuánto tardaría el mundo en desmoronarse como un castillo de naipes sin el sostén cotidiano de la música, sin la respiración del silencio? Beethoven, Bach, Mendelssohn, Mozart, Brahms... Es suficiente por hoy para camuflarse en el día, como los pajarillos en el bosque, con el corazón en paz.

El dolor genuino busca refugio en el silencio. Como si se abrazaran.

Quien ha conocido la belleza está condenado a perseguirla.

Has cambiado de vida sin haberlo proyectado. Más de una vez. Como un río manso que se desborda sin estruendo. Quizá tu corazón necesita tiempo para acostumbrarse a una serenidad que no exige otro esfuerzo que dejarse llevar. La difícil humildad de una aceptación sin preguntas, sin dudas, sin temores. La generosidad casi milagrosa de la confianza.

Nada más difícil que adentrarse en las zonas oscuras del alma propia. Nada más liberador que reconocerse en ellas.

Se levantó con ganas de llorar. Se las quitó viviendo.

El misterio del mar es que respira. Como el corazón de un atleta. Imperceptible casi en el reposo, con una fuerza indomable cuando se desata.

Nada más invisible que una mirada profunda. Nunca se acaba.

Una sola palabra pronunciada con inocencia puede revelar un sueño edificado con la arcilla de toda una vida.

La música va de rama en rama, las hojas bailan en el bosque, ningún árbol se la queda.

La luz del alma sólo se ve en la oscuridad. Cuando se ve.

¿Por qué debemos aceptar que el conflicto es inevitable? ¿Por qué sospechamos de los que lo resuelven?

La pasión que pones en todo lo que haces es la llave que abre la puerta del abismo, la luz afilada que penetra en el misterio. Mantenerla cada día, aunque se pierda uno mil veces, es el reto que puede hacer de la vida un viaje valioso.

¿Cómo convencer a un corazón encharcado de felicidad de que tenga preparado el equipaje?

Cuesta creer lo que la gente está dispuesta a hacer o decir por un minuto de notoriedad.

Me he vuelto a levantar sin conocerme, pero ya no me asusta. Tengo tarea.

Una caricia que se prolonga en la noche como un sol de junio, ¿puede llegar sin luz al corazón que la recibe?

La cantidad de veces que se puede desmoronar el mundo sin acabar del todo con nosotros. En un instante. Lo asombroso es la resistencia.

Los abrazos inesperados le dan la vuelta al miedo. Como la sorpresa del sol en una mañana de invierno.

Entender lo que el otro necesita casi siempre es un milagro. Sentir con él...

La poesía brinca a nuestro alrededor como los niños sanos. Por eso algunos la tratan también a manotazos.

Un sonrisa a tiempo es la manera más antigua de encender la luz.

El poema se transforma cada vez en la mirada del lector. Lo mismo que el paisaje.

Si fueras consciente de lo que me das, puede que no lo hicieras. Por eso no voy a pedírtelo.

El mundo quizá estaría a salvo si llegáramos a aceptar, aunque fuera un instante, que el otro, cualquiera que sea el otro, tiene sus razones, sus miedos y sus sueños para pensar lo que piensa, para sentir lo que siente.

La acumulación de cosas las sepulta a unas en otras hasta que no se ve nada.

En soledad, ¿alguien se atreve?, la niebla es un espejo en el que mirarse.

Después de perseguir eternamente la estela de la verdad y de transitar ciudades, noches y paisajes inhóspitos sin perder el hilo de la belleza, acabarás sentado frente al mar de la infancia. Con la mirada limpia de los parias. Y te parecerá perfecto.

Lo que se piensa a solas no está sujeto a servidumbres.

Cultiva con paciencia la rebeldía del corazón, tenlo dispuesto siempre a llegar al borde del abismo, testarudo y atento a las voces de la vida, empeñado en defender, contra viento y marea, que la alegría se construye cada mañana despacio, con las manos hundidas en el barro, aunque el espantajo del miedo haga sus cabriolas en la cuerda floja y se empecine en seducirnos.

El miedo, ¿es un obstáculo o un estímulo?

Cuando aparecen las dificultades tomamos conciencia de la soledad. Cuando todo va bien estamos, literalmente, rodeados.

No siempre duermes solo. Impregna tus sábanas, a veces, a medianoche, el aliento tenaz de tus fantasmas.

El único deber moral que reconoces es el más difícil de cumplir: no hacer daño. Porque no depende de tus intenciones, de tus palabras, de tus silencios o de tus actos, sino de la sensibilidad de los otros.

No se atreven a abrazar el cuerpo de la felicidad. Prefieren añorarla, mantenerla en la comodidad de los sueños, quizá que se la cuenten.

La risa, bendita sea, es la moneda de cambio de los pobres.

Perderse también es un camino.

¿Por qué nos parece tan hermoso lo que no existe, lo que no puede existir? La experiencia de la plenitud alimenta nuestra capacidad de imaginarlo.

La violencia gratuita es la seña de identidad de nuestra especie. Cada día. Sólo seremos libres si renunciamos a ella.

A caer también se aprende.

Que pises las cenizas no quiere decir que se haya extinguido el fuego. Presta atención.

El programa es escueto: empobrecer a los pobres, perseguir a los huidos, criminalizar a los distintos.

Nadie está solo cuando siente.

A partir de un determinado momento, lo humano es resistir. No hay más.

Aquel temblor de pájaro sin nido que recogí en las manos una noche lo bebo hoy en un cáliz de bruma. Del rumor de sus alas se alimenta mi vuelo. Pasa como una nube por mi sueño o brilla como un rayo en la penumbra. Al despertar, el vaho se diluye en el cristal impenetrable.

La inactividad es un acto de rebeldía frente al caos.

La inquietud que genera la pobreza es incurable siempre. Ahora, por lo visto, hemos decidido convertirla en epidemia.

Al alma también le gusta desayunar cada mañana, demorarse en extender la mermelada, apropiarse del aroma del café.

No te arrepientas de haber hecho el camino sin mirar atrás. Sólo evita, en la medida de lo posible, las arenas movedizas.

Las palabras. Reaparecen inesperadamente en el umbral, seguramente magulladas por el larguísimo exilio a que el hombre las somete. Adverbios cansados, preposiciones mustias, adjetivos que padecen la corrupción de la doble moral, pronombres huérfanos, verbos proclives a la clandestinidad, interjecciones que por un instante se parecen al alma y sustantivos abrumados por la muerte. Muchas han caído en las garras del caos, son hijas de su tiempo y se enmascaran en la niebla. Las peores se inflan como pavos reales, resplandecen un instante y desbaratan el milagro del lenguaje, enturbian el agua pura de ese río sin fin. Renuncian a su estirpe. Las más leves son descendientes del recogimiento o del asombro: palabras de un color indeciso, algo así como aromas en el atardecer, semillas tímidas que de súbito florecen en las manos de un niño. Hay palabras –caricia, espalda, piel, pongo por caso– que ronronean, quizá porque no existen sin un cuerpo que gima, y palabras que sudan, se estremecen, bostezan o se arrugan. Las hay eternamente insomnes y por eso están flacas. Internas y nocturnas como algunas miradas. Palabras piedra, palabras algodón, palabras agua que alivian el dolor de las heridas. Las que más me consuelan son humildes, han sabido eludir el ridículo disfraz de la mentira, acuden siempre cuando mis manos tiemblan y canturrean a mi lado para ahuyentar a los fantasmas. Sólo se marchan al amanecer, cuando el espanto se diluye. Se juntan como estuco en los peores días del invierno. Me gustan en especial las más pequeñas, esos guijarros del tamaño de una perla en el bolsillo, donde las he acariciado cada día desde que ando a tientas por el mundo. Se entrechocan y suenan igual que las canicas. Serán una docena: las cuentas de un collar de sencilla belleza. Otras, sin embargo, se embadurnan de cosméticos la cara para salir a la puerta de la calle. Acomodaticias y algo frívolas, se pirrian por salir en los papeles, se envuelven en las triviales sedas de la presunción y el disimulo, se entregan a cualquiera por unos minutos de notoriedad o de brillo. Luego está, por ventura, el murmullo subterráneo debajo de la piel, esas palabras que andan desnudas por la vida, con la cara lavada y cada letra en su lugar, prometedoras y dulces como el amanecer de cada día. Esas pocas palabras por las que vale la pena perseverar en el empeño.

Sumérgete en la oscuridad. Emerge del silencio con los ojos abiertos. No preguntes. Acepta el milagro que la vida trae con el nuevo día para ti.

La violencia de la especie, tan sofisticada, tan constante, ¿es un empecinamiento incurable o un fruto necesario de la evolución? ¿Sólo desaparecerá con ella? ¿Vale la pena?

Haberse equivocado es noble.

Cuando me pierdo empiezo a conocerme.

Seguimos caminando porque creemos, en lo más hondo, que por fin va a sorprendernos la paz en la próxima revuelta del camino. ¿Cómo soportaríamos la vida sin esa esperanza irracional que supera todas las barreras de nuestro escepticismo?

Hay cosas que tienen buena prensa. Dos ejemplos: la aventura, la novedad. Yo creo más en aventuras para la que no siempre están dotados los tipos dispuestos a cruzar a nado el Estrecho de Gibraltar, lanzarse de un puente atados a una cuerda, pernoctar en la selva. Las cosas que pueden hacernos felices son pocas y sencillas. Se pueden hacer a diario, están ahí como la noche para quien se atreva a pasarla en vela cuando valga la pena.

Antes de hacer un juicio, conviene recordar que la arrogancia es a menudo la otra cara del miedo.

Lo que arraiga no desaparece.

Quien ha tenido la experiencia de la felicidad sabe que es sencilla como un amanecer. Lo extraño es la tenacidad con la que huimos de ella.

Sé lo que va a ocurrir. Atiendo a mis obligaciones como si creyera que es posible evitarlo.

Cuando llegaba a puerto se preguntaba si sólo estaba a salvo en el viaje.

Para salir del atolladero, todos tomamos alguna vez la carretera comarcal.

Se fue sintiendo más libre a medida que perdía el hábito de la disputa.

Elogio del colibrí. Si te empeñas en capturar a todas horas el resplandor de lo sublime, quizá te pierdas el temblor de lo pequeño.

Volver a la normalidad para hacerla extraordinaria.

La ambición es una enfermedad que los hombres se disputan como aves de rapiña.

La mayoría de los acontecimientos que la vida nos presenta como novedades no pasan de ser ramificaciones de alguna visión que nos sorprendió en la infancia.

Si una mirada no llega a su destino, ¿se diluye en el aire, cae a tierra, la lluvia se la lleva?

Cuando se arropa a un hijo se esta salvando el mundo.

Más que la opinión siempre cambiante de los otros importa lo que nos atrevemos a saber de nosotros mismos.

El humor es como el aire, imprescindible para respirar. Sobre todo en la oscuridad.

A fuerza de lealtad te has convertido en el más íntimo y casi exclusivo interlocutor de ti mismo.

Haber sentido que el suelo se abre bajo los pies quizá nos permita reconocer el origen del próximo temblor.

La poesía se limita a llover sobre la tierra. Nosotros sólo hemos de dejar el cántaro bajo la luna, a campo abierto, y beber cada mañana agradecidos.

A fuerza de caer, el alma aprende a no rendirse.

Lo más extraordinario de la soledad es el cielo despejado, la limpieza del aire, la claridad de la mirada.

Todo esto que se acumula aquí, como el sedimento en el lecho de los ríos, es lo que no se ve, el delicado limo en que se asienta la vida, eso que se remueve cuando lo rozamos involuntariamente con el pie. Banco de pruebas. Cajón de sastre. Inventario de cenizas.

En el alma de un solitario se desatan multitud de guerras de las que sale, cuando se firma la paz, perdedor y sobreviviente.

Cada mano se hace cargo del temblor de la otra. Se estrechan para hacer nido. Y se les pasa el frío.

Detrás de cada rostro, aunque su expresión parezca definitiva, late más de una sorpresa. Sólo hay que aprender a desvelarlas.

Qué buen compañero el que siempre va con uno, el que nos habla bajito aunque nos lleve la contraria.

La verdad se contempla en toda su belleza cuando se desvanece.

Un día sin hablar con nadie nos acerca mucho a la verdad.

Cada día puede ser también el que esperabas.

En el jardín de la soledad, la reflexión confirma todas las sospechas que nos asaltan cuando estamos rodeados de gente: en efecto, no hay nadie.

Lo difícil no es sobrellevar las dudas que nos acompañan, como una segunda piel, a lo largo de la vida, sino aguantar al enemigo que llevamos dentro, ese que nos señala en el espejo las marcas cada día más profundas del paso del tiempo, el que hurga en nuestra mente cuando cerramos los ojos para robarnos el sueño, el que nos desanima y nos juzga duramente y nos repite, incansable, que todo esfuerzo carece de sentido. Esa parte de nosotros que conoce los pasillos de la selva como si fueran los de su propia casa. El que nos dice que nunca llegaremos al mar, que no tenemos voluntad, fuerza, talento, experiencia, ni siquiera suerte. El que se burla, el que nos pone piedras en la vía. Ese desaprensivo, ese doble perverso del que nunca nos libramos. Estamos obligados a compartir con él el tren, el vagón, el compartimento, la manta, el frío, las toses y cada palmo de terreno que le ganamos al tiempo. Cada minuto del viaje. Pero no las riendas.

No estás seguro de que el destino esté escrito, como algunos afirman. No tienes claro si caminas para darte de bruces con su rostro imperturbable o con la secreta esperanza de esquivarlo. No le des, en cualquier caso, la ventaja de temerlo.

Las causas profundas de la exaltación, como las de la quietud, son inaprehensibles. No he experimentado los síntomas que arrastran a otro a la deserción, la entrega incondicional, la parálisis, la generosidad, la sumisión, la plenitud, la decepción o el silencio de cada cual. Por eso no lo juzgo.

Un hombre solo vive felizmente desarmado.

El recuerdo es como el dolor de huesos: se agudiza con los años.

Nunca pasa nada, piensa un hombre solitario mientras una pareja rompe su relación en la mesa de al lado el mismo día que miles de personas han sido sepultadas por un terremoto en Afganistán.

Escuchar se está convirtiendo en una extravagancia.

La felicidad, algunas tardes, sucede con la misma naturalidad con que el viento mueve las cortinas. El secreto está en aprender a recibirla sin cerrar las ventanas.

Hay una parte de nosotros en continua modificación. Lo incomprensible es que seamos los últimos en saberlo.

Un hombre solo tiene la obligación de ser quien es.

El otoño es una mujer ensimismada. La desnudez que lentamente va ofreciendo a nuestros ojos es una invitación para que la abracemos. No llegamos a saber si la lentitud es producto del cansancio o el misterio insondable de la seducción.

Sólo en la intimidad del corazón cabe hallar respuesta a las preguntas que ni siquiera pueden hacerse con palabras.

Llegados a una edad, la verdad es que bastaría con 200 ó 300 libros bien escogidos. Leerlos una y otra vez, maravillarse con ellos, pasar las tardes en esa inmejorable compañía. Impregnarse de su sabiduría. Clásicos. Poetas. La parte menos sistemática de algunos filósofos, la más enraizada con la vida. Y que lo que uno escriba coincida con lo mejor de cada uno de los otros, aunque sea en tono menor.

El corazón no siempre acepta las componendas que el cerebro le propone. Por fortuna.

La alegría es un cachorro que salta inesperadamente, sin que la detenga la casi segura posibilidad de derramar el cuenco de la leche.

Si comprendiéramos que todo puede perderse de un día para otro, quizá ganáramos algo muy valioso.

Seguramente le pasa a todo el mundo. Me cruzo de tarde en tarde con un tipo que me saluda con una cordialidad que resultaría asombrosa, en estos tiempos, hasta en el encuentro fortuito con un amigo. Pero es que a este hombre no lo conozco de nada, estoy seguro de no haber compartido con él un asiento en el autobús, una charla en el café, un cursillo de informática, ni siquiera la cola de la frutería el viernes por la tarde. Aunque nunca hemos cruzado una palabra, forma parte de mi vida por derecho propio, se distingue con claridad entre los rostros de la multitud con la que me cruzo cada día. Lo sé cuando cierro los ojos y compruebo que podría dibujar sus rasgos con toda precisión. Tal vez su soledad –que imagino, sin más prueba que la expresión de su rostro, fértil y tranquila, como la mía propia– necesita ese pequeño vínculo urdido por el azar para mantener una vía de comunicación con el mundo, un atajo solitario que casi nadie conoce. Me he acostumbrado a contestar a su saludo con una sonrisa que intenta ser amable, como si yo mismo aceptara que hemos compartido un fragmento del pasado –aunque borroso– digno de memoria.

La soledad es una isla donde late el corazón de los otros con una fuerza inusitada.

Un hombre espera a otro durante muchos años con infinita paciencia. Cuando llega, la puerta está entreabierta y la casa deshabitada.

Cuando se estudia la incidencia de una enfermedad sobre la población, se hace siempre hincapié en el perjuicio económico que supone para las instituciones sanitarias. No sé si la solución que se propone es abolir los hospitales o que los pacientes sean razonables y se mueran rapidito. Sin levantar sospechas.

La lealtad no se maquilla.

¿Por qué los hombres se obstinan en anhelar un futuro que no consiguen imaginar sin la pesada carga de experiencias que les han conducido siempre al dolor?

Mi corazón es un sismógrafo: registra el más mínimo temblor de todo lo que sucede a su alrededor.

De la misma manera que el enfermo persigue la curación y no la robustez, el hombre, al final de su vida, después de haber hecho uno por uno todos los esfuerzos que estaban a su alcance, al hacer recuento de los resultados obtenidos, encuentra un poso de conformidad y no de orgullo.

En los sueños, por fortuna, el tiempo se desentiende de nosotros.

Un hijo, al nacer, es un afluente. Deberíamos aceptar con más naturalidad que su destino es convertirse en río. Y que su cauce ya no es estrictamente el nuestro.

No creo que la vida pueda ofrecer mayor riqueza que la posibilidad de retomar en cualquier momento una conversación cálida e inteligente.

No tener nada es una garantía contra la desposesión.

El que se rinde no siempre sale derrotado.

Cuanto más oscuro sea el pensamiento, si se trata de comunicarse, más clara ha de ser la expresión.

En la soledad sólo se escuchan las voces que llegan al alma sin estruendo. Con la familiaridad de las olas. Porque vienen a quedarse.

En el sueño de hoy no había gente. Una frase como esa debía ser suficiente. Caminaba por el paseo central de un parque desconocido –un hombre viejísimo que todavía no soy yo–, consciente en cualquier caso de que no había seres vivos a mi alrededor, pájaros, perros, niños gritando cerca de los columpios, cuando surgieron de la nada un grupo de muchachos con la intención de agredirme. Eché a correr con la torpeza propia de la ancianidad y conseguí despertar cuando estaban a punto de darme alcance. Me latía brutalmente el corazón. Me levanté bañado en sudor y caminé a tientas hasta el baño, desnudo, palpando las paredes, sin encender la luz. Me parece que sólo sentía miedo. Bebí agua, me sequé la frente con la toalla, contemplé en el espejo el rostro de un hombre remotamente familiar y me aferré al último rescoldo de calor que se perdía en el fondo de su mirada. Como un cuerpo que se hunde en el agua. Volví al lecho cuando reconocí el tranco algo arrastrado de mi respiración. Entonces tuvo lugar el otro sueño: un hombre muchísimo más viejo caminaba por un desfiladero rocoso, sin un rastro de vegetación, donde reinaba un silencio abrumador. Comprendí que aquel hombre no podía ser yo, sino una estela de mi propia sombra, la última imagen de una vida irrealizable. Pensé que aquellos muchachos me habían dado caza. O quizá, porque en los sueños todo es posible, la última secuencia de esta noche tan larga me representaba a mí mismo después de morir. Mucho después.

Cada día estamos más cerca de la perfección: hemos conseguido que nos sorprenda la bondad, que la honradez nos resulte sospechosa.

El pesimismo no deja de ser una bella paradoja: sólido como una roca, jamás pierde la esperanza de recibir el abrazo de las olas.

Hay almas duras como el pedernal, frías como noches de invierno, transparentes como una madrugada, esponjosas como el algodón. La mía viene siendo un laberinto de espejos donde rebotan las imágenes, se entreveran los sueños, se extravían las palabras. Un cristal roto que no llega a desmoronarse.

Si estás siempre seguro de todo lo que piensas, ¿cuándo aprendes?

La dignidad de la derrota reside en no haber cedido a la tentación de rendirse.

El silencio es otra forma de la piel.

En soledad los cambios se producen en paz, imperceptiblemente.

Aceptar la inconsistencia de la vida sin renunciar a sonreír ante la milagrosa plenitud de cada día.

La derrota no sólo es, como parece, un callejón sin salida, sino también el principio del túnel.

Algunas palabras, si han hecho herida, dejan su cicatriz.

El egocentrismo es un despilfarro del alma.

El miedo espera con paciencia tras el resplandor de la alegría. Sabe que siempre llega su momento. Los seres libres tienen la obligación de hacerle frente sin parpadear.

Con cuánta claridad se llega a ver en las tinieblas.

De aquel poema queda en el aire la música rota que se oye detrás de las palabras, el silencio del mar, el vaivén de las olas en la sangre.

Cada vez que te detienes, aunque no lo percibas, cambia el mundo.

En la mirada del lobo sobrevive un hilo de luz que se resiste a desaparecer, como si velara para que no se extinga el calor que consiguió encenderla.

Se puede sentir nostalgia de lo que acaba de ocurrir. También de lo que nunca llega.

No deja de sorprenderme el tiempo que se puede permanecer, sin respirar, en el ojo del huracán.

Vidas ejemplares. Luchó como un jabato durante treinta años, como le habían enseñado, por estar a la altura de su tiempo. Consiguió hacerse rico cuando estaba muy solo.

Cualquiera puede ser un déspota o un héroe, un criminal o un santo, basta que se den las circunstancias propicias para que cada uno libere lo que lleva dentro. Es posible, incluso, que la terrible versatilidad de los seres humanos dé para ser las dos cosas a la vez: aquel tirano amante de la música, aquel maltratador que se enternece cuando su perro estornuda, aquel filósofo defensor de la pena de muerte.

La única ambición que mantenía, casi a regañadientes, era llegar a perderla por completo.

Hay formas de mirar que nacen del insomnio y lo generan. Produce escalofríos pensar en unos ojos que nunca parpadean.

Esta mirada con la que naufrago abarca el mundo, quiere abarcar el mundo.

No vamos de un lado para otro porque busquemos un lugar donde quedarnos, sino porque tenemos miedo de detenernos a escuchar el murmullo subterráneo de la soledad. Esa pregunta que formula el corazón algunas tardes: ¿qué vas a hacer ahora?

El arte sólo emociona de verdad cuando casi se confunde con la vida. La belleza le pertenece siempre.

Cuando todo se viene abajo es el momento de calibrar la levadura de la que estamos hechos.

La belleza puede ser letal, nunca culpable.

El olvido se desorienta ante el fulgor que reaparece en el sueño.

Todo el mundo lleva su nube, y su horizonte, de un lado para otro.

El silencio es una consecuencia.

El exceso de cálculo, ¿no acaba por reducir el amor a una ecuación?, ¿no es privar al paisaje de su hermoso misterio?

No es sencillo combatir el patrón de lo que se supone ha de ser el comportamiento masculino: dotes de mando, personalidad “fuerte”, firmeza en el dolor, apariencia de seguridad, gesto hosco, mirada de hierro, ambición desmedida, disimulo de la ternura, preocupaciones trascendentales. Zarandajas. ¿Por qué no puede un hombre ser dubitativo, despreciar el poder, buscar abrigo en las cosas pequeñas, encontrar la señal más clara de la felicidad en una caricia, en el silencio o en un momento de serenidad, cuando la tarde se va desmoronando sin defensas? ¿Por qué no puede, sencillamente y sin saber por qué, tener ganas de llorar?

Sueño libros donde se entiende todo, donde la vida sigue.

Quizá la confusión tiene su origen en la sospecha de que no hay dos emociones equiparables.

¿Alguien escucha al que no duerme?

En el corazón de quienes han de enfrentarse a diario a la desgracia hay una predisposición a la alegría de la que nada saben los que lo han tenido todo.

Gritar en el fondo del pozo sólo contribuye a que se escuche el murmullo del silencio.

Las mejores enseñanzas nos llevan a dudar de lo que sabemos.

En soledad se descubren algunos tesoros que permanecen ocultos entre la multitud.

La música lo es desde el silencio.

Debajo de las palabras, enterrado, espera su turno el balbuceo.

Contemplar el vértigo de la mano que escribe como si hubiera perdido el rumbo: un pájaro que se mantiene en vuelo sin llegar a a posarse en la rama que anhela.

No pesa tanto la edad como el momento en que empezamos a contabilizar ausencias.

Nada como leer a los clásicos para reconocer las atrocidades de última hora que nos distinguen como especie.

¿Para qué programar lo que, además de efímero, ni siquiera está garantizado?

La indecisión no siempre es un mal camino. Se tropieza uno de vez en cuando con una verdad inesperada, aparta otro en el último momento el dedo del gatillo.

Me busco en al abrazo de las olas: la que rebota en el acantilado con la que llega cargada de energía.

Escucho una vez más el oscuro canto de los esclavos en la siesta del sábado, como si el mundo se hubiera detenido.

En la soledad, como en los dibujos de los niños, el camino siempre sigue.

Convivir con el miedo a cara descubierta hasta que se desdice.

Fue la conciencia de la plenitud lo que desató el pánico, y lloraste como un niño. La diferencia, aquella vez, la pusieron las lágrimas. La lucidez de las lágrimas.

Sólo quien no calcula puede experimentar la eternidad, que sucede entre nosotros. Se fragua en la mirada.

Cuando el miedo se apodera de la casa hay que abrir las ventanas. Para airear el alma. 

Desandar el camino para reescribir la historia. Cambiarte por el muchacho al que abandonaste, acaso sin saberlo, en aquel verano barrido por los vientos de la confusión. Intentar reconocer al hombre que habría llegado a ser y juzgarlo, si fuera posible, con benevolencia.

Quien se ha atrevido a mantener los ojos abiertos ante el resplandor de la belleza está condenado al estremecimiento. Será derrotado una y mil veces, pero no se rendirá.

Una vieja aspiración: que el silencio no duela.

La duda, frente a la más profunda de las convicciones, goza de una ventaja: no llega a decepcionar.

Me represento el destino como una madeja perseguida por un gato entre las patas del tiempo. El animal, en sus alocadas correrías, enreda el hilo hasta hacer imprevisible cada paso de nuestras vidas. Construye esa maraña como un juego, sin premeditación.

Lo difícil no es abrazar la libertad, que es pura seducción, sino soltar amarras. No cuesta tanto irse como cargar con los recuerdos que, a medida que nos alejamos, afloran a la superficie.

La mirada de bruma del insomne surca el aire de la ciudad dormida.

¿Cómo ponerse en el lugar de un hombre que golpea durante cuarenta años a su mujer hasta que un día la mata? La tolerancia es complicidad. ¿No será ese posesivo la causa última de la barbarie?

Que resuene en tu corazón el latido que el mar puso en tus manos de náufrago.

Si vives obsesionado con la felicidad puede que te pierdas la belleza de cada instante.

Si nunca te contradices, ¿con quién hablas?

Se ve en los ojos de los niños: no hay mayor generosidad que la sonrisa.

La estela de la belleza, por efímera que sea, nunca llega a borrarse.

Cuando eras un muchacho te echaste a andar con el alma ensimismada en el horizonte. Pensabas que si un día lo alcanzabas se te revelaría la verdad. Hoy, cuando tus pies han dado millones de pasos, tropezado mil veces, confundido el camino, la vislumbras, desnuda, en el viaje.

La palabra sólo resplandece cuando la reconoce pura, sin disfraces su destinatario.

La izquierda, cuando llega al poder, siempre decepciona. La derecha, por el contrario, nunca falla. Se siente como el cazador que regresa a casa a cuidar de lo suyo.

 

La ternura contiene, bajo la piel, a un animal salvaje. Por eso algunos la rechazan.

Veo con asombro mis rasgos en los del músico callejero que me tropiezo en el pasadizo de la Plaza de Colón: barba descuidada de varios días, cigarrillo en los labios, un petate en el suelo, una guitarra, un perro que dormita enroscado sobre sí mismo. Extrae del instrumento unas notas muy leves, como si le estuvieran naciendo entre los dedos, nuevas, en ese mismo instante. No levanta la vista para mirar a la gente que pasa. No pide nada. Sabe que su vida vale lo mismo que la de cualquier transeúnte.

El peligro del sarcasmo es convertirse en burla.

No se trata, como tendemos a creer, de complicar las cosas para que nos parezcan dignas de ser vividas, sino de lo contrario.

El poder de una sonrisa es que borra los efectos de la destrucción en un instante.

El lenguaje de los hombres, desde el momento mismo en que se creyeron intérpretes autorizados del caos, brujos que manipulan los ingredientes en que se cuece el barro de la sabiduría, parece cimentarse en una obsesión: afirmar. Esto es así, ese es el carozo del mensaje de filósofos, políticos, jueces, conductores de autobús, periodistas, peluqueros, vicetiples, muñidores de la opinión pública, artistas en general y, también, hoy, por lo que se ve, el de los poetas, cuya función en la antigüedad era interrogar al universo. Tanta certidumbre ha sido la causa del ciclo infernal de persecuciones, odios, matanzas, guerras, en que parece consistir este despropósito, lo que llamamos historia de la humanidad. ¿No es más natural el signo de interrogación? ¿No debería serlo al menos para los que tienen el privilegio del conocimiento? Tal vez ese rasgo frágil al final de cada frase, si una piadosa ley universal nos obligara a utilizarlo en tres de cada cuatro ocurrencias, pongo por caso, nos hiciera más pacíficos. Tal vez. La mayoría de los hombres ni afirma ni pregunta: cumple su tránsito en silencio.

La brutalidad hunde sus raíces en la ignorancia; los poderosos se encargan de regar la planta para que no deje de dar frutos.

Lo que priva de carácter al rostro de un hombre que se dice plenamente feliz es su inexpresividad casi absoluta.

Los que nunca se ríen viven de luto. Como si no quisieran.

Obedécete aunque te juzguen. Puede que te condenen, pero serás libre.

Si nos pasamos el día pregonando la virtud acabará pareciendo propaganda.

El ruido nos impide escuchar, como si quisiera ocultárnoslo, el silencio, una riqueza al alcance de cualquiera de la que tal vez ya no somos demasiado conscientes.

Si te armas, aunque sea de paciencia, mira bien a dónde apuntas.

Tener siempre una guarida desde la que mirar la lluvia.

Una forma posible de vivir: estar dispuesto a partir en este momento.

También al éxito le delata su disfraz. Antes o después se le caerá la máscara.

El corazón puede sentir al mismo tiempo, no sin arduo debate, la exaltación y el sosiego.

Poesía. Eso que hay entre la mano del niño y la cometa.

¿Cómo es posible que no tengas una casa, a tu edad? Es como preguntar por qué no llueve a gusto de todos o extrañarse de que los negros tengan la piel oscura. Cuestión de climatología o de pigmentación.

Si los recuerdos son la parte emergida de los sueños, ¿serán los sueños que no conseguimos interpretar el lado oscuro de los recuerdos?

Prefiero escuchar a los que dudan y, por dudar, de vez en cuando callan, que a los que hablan sin parar como si de verdad supieran lo que dicen.

Me he cruzado con el mendigo de aspecto saludable que se sienta junto a su boina en la puerta de la iglesia y me he quedado pensando: “este infeliz se pasa el día riendo".

En un mismo libro he encontrado la raíz del primer dolor, las alas transparentes de un insecto y páginas donde no llueve.

Recuperar la noche en que me dieron un nombre. Urdir una palabra que me cure del vértigo de indagar en mí mismo, de ser quien soy.

Me da los buenos días esa parte de ti que se quedó arraigada en el espejo.

El prestigio de que gozan los viajes en nuestra época es un malentendido. Nadie deja de ser un bobo, si se ha ganado esa categoría, porque se hospede en el Waldorf Astoria de Nueva York o porque tome el té en Ceilán.

Toda la vida para aprender que la tarea es sencilla: no tener prisa.

Si te armas de paciencia, antes o después va a pasar algo. Incluso, por qué no, lo que esperabas.

A veces, para sobrevivir, también yo voy dormido.

Qué perversidad gozar de la desgracia ajena. Qué poca gracia tiene, por lo general, la burla.

No quieras cantar como el ruiseñor si naciste gorrión. No sólo habrás perdido la humildad, sino también la voz.

Una razón entre otras para perseverar en el hábito del viaje: curiosear de madrugada en el ajetreo de los mercados, absorber la transparencia del aire en los puertos de mar, quedarse mirando la tarea silenciosa de las tejedoras en el muelle, el perfil de una anciana que sonríe a las luces del pasado, las manos quietas de aquel hombre que permanece sentado en la penumbra del café como si todavía esperara verla entrar por esa puerta.

La única forma de desactivar la carga violencia con la que nos llegan algunas palabras es armarse de paciencia.

Hay fantasmas que viven entre nosotros como si fueran de carne y hueso. Quién no ha tenido en casa a uno con el que tomar café.

El silencio es el último refugio de la rebeldía.

La vida puede cambiar en un instante, incluso para bien. Hay que atreverse, eso sí.

El síntoma señala la existencia del mal. El diagnóstico, a menudo, imagina la causa.

Supo que las cartas estaban marcadas y aceptó el órdago sin titubear.

Salgo al camino con los ojos bien abiertos, no me quiero perder las amapolas.

Un lugar en el mundo: vivir en las afueras. En todos los sentidos.

La vida transcurre siempre en el filo de una navaja para los que quieren arder, no sólo calentarse un poco.

La vigilia se produce cuando se sienten demasiadas cosas a la vez y la conciencia envuelve en el mismo pañuelo y guarda en la misma gaveta las muertes y los amores, el primer miedo y el paisaje inolvidable, el pasillo de las veinte casas que ha habitado a lo largo del tiempo y la memoria algo difusa de lo que se quedó en ellas.

Una de las cosas que más nos cuesta es ponernos en el lugar de otro. Por eso casi nadie comprende de verdad: entiende, en el mejor de los casos, el significado de lo que se le dice, pero nada más, no se hace cargo de ello, no lo compadece. Entre los españoles, cuando la cosa se pone seria, lo que prima es la diatriba, el juicio sumarísimo, el desprecio, la condena o, lo que casi es peor, el consejo paternal.

Que no se atrevan a compartir la emoción de la plenitud no la ensombrece.

La poesía late. Siempre. También cuando guardamos silencio o nos perdemos.

Es habitual recibir señales de las que el emisor es inconsciente.

Adoptar la inmovilidad de los felinos cuando todo se resquebraja alrededor, como si no fuera con nosotros el derrumbe, hasta encontrar una escapatoria. Quizá en ese momento escuchemos el maullido de algunos congéneres con los que hacer otro camino.

Lo difícil es averiguar cuándo.

¿No es un error de la inteligencia que lo que más nos cuesta conseguir sea lo más sencillo?

Se llama peregrinas, con toda exactitud, a las ideas que se quedan dando vueltas en la cabeza sin llegar a ningún sitio.

La mayoría de las cosas que nos empeñamos en conservar acaban siendo un lastre.

Aunque a veces pierda el rumbo, o lo parezca, en el bosque de la realidad, el corazón del lobo siempre encuentra su latido.

En esta era de la comunicación, cuando el mensaje casi precede al pensamiento y parece que todos hablamos a la vez (sin mirarnos a los ojos, pendientes todos de una terminal de ordenador como de un gran anzuelo), ¿hay alguien que todavía escucha?, ¿alguien que piensa lo que dice?

Quien no descubre la belleza cuando es un niño, quien no siente esa confusión hecha de asombro, de terror y de deseo, no la descubrirá nunca. Estará libre, eso sí, de la condena que la belleza acarrea: la añoranza perpetua, la búsqueda de la repetición de un instante contra cuya memoria no puede nada el transcurso del tiempo.

¿Podemos dictaminar la culpabilidad de un asesino de catorce años sin que tiemblen los cimientos de la civilización?

Años después, a la hora exacta, mi corazón, tan triste como entonces, se baña de nuevo en las mismas aguas.

Caminan hacia la extinción con una sonrisa en los labios. Se ignora si creen en la inmortalidad o es simple estupidez

¿Para qué sirve la lluvia que contemplabas en la infancia, el mar que te bañaba, el sueño que te sostiene? ¿Para qué sirve una amapola en la cuneta? ¿De verdad no lo saben?

Por debajo del ruido, la fertilidad en penumbra del silencio.

La carne se cumple en la ceniza o se extingue en el vacío.

¿Quién no lleva sobre los hombros un peso liviano (la nostalgia de algunos lugares, la tenacidad de algunos aromas, este calor en la palma de las manos) que le permite seguir creyendo en el milagro?

Entre el desánimo y el miedo, el gorrión de la alegría.

La luz también descansa.

Aunque nos hayamos rendido aunque lo creamos, la luz penetra hasta los últimos rincones. Cada día.

Lo difícil no es encontrar la manera de vivir más acorde con nuestra naturaleza interior, sino que nos lo permitan.

Oyó la voz del padre frente al mar. “Déjate ganar por el misterio de lo que ves. En esta música se mece toda la sabiduría que cabe en el alma del mundo. Si la tuya vence la cómoda nostalgia de las cosas seguras y se abre a la noche, se nutrirá de la verdad que en este momento viene hasta nosotros con las olas. Si no sientes entonces todo el pánico y toda la belleza de la vida, jamás llegarás a comprender el viaje que los hombres han de realizar, el origen de sus tristezas, sus esperanzas, la fertilidad de su silencio y la nobleza de sus actos principales: el amor y la muerte. Dos derramamientos casi estériles que también, a menudo, se confunden. Si prestas atención y no vuelves la cara, tendrás el privilegio de contemplar el lado oculto de las cosas. Esta soledad inabarcable estremece para siempre a quien sabe sobreponerse a la incomprensión inicial. Es lo que sucede en las pausas de la música, un desvelo que protege de la abulia, el olvido y la indiferencia. Abre tu corazón al milagro de la fecundidad, celebra la llegada del frío a la médula de tus huesos porque te permitirá, en las horas de amargura que antes o después te alcanzarán, quebrar la fragilidad de los límites y sonreír ante el riesgo cierto de la muerte, rememorar el canto de todo lo que un hombre está obligado a aprender para llevar una vida digna de ese nombre, acorde con este misterio cuyo vigor destruye, cuya belleza duele”.

La soledad es el paso más lento que el tiempo da en el corazón del hombre.

Lo que más cuesta entender son las razones que el otro, quizá porque las desconoce, mantiene ocultas.

La ternura casi nunca cuenta. Pesa más en la balanza el brillo de otras cosas. Aunque sólo sea brillo.

Que alguien tenga la costumbre de caminar no garantiza que haya aprendido a marcharse a su debido tiempo.

La experiencia enseña que no conviene hacer juicios apresurados. Las cosas no son lo que parecen. Lo más importante, muchas veces, es lo que no se ve, lo que se dice a nadie, lo que la propia conciencia va desvelándose a sí misma con asombro. Con la seguridad de que llegaremos al final sin alcanzar a decirlo todo.

La brevísima conversación llena de cordialidad que he mantenido con el zapatero, que me mostraba muy satisfecho el resultado de su trabajo, en verdad admirable, me devuelve más la alegría de vivir que un sesudo artículo de Umberto Eco sobre hermenéutica del lenguaje.

Cuando alguien consigue someter a otro, es posible que, además, se ofenda por su falta de entusiasmo.

No les basta con hablar de sí mismos sin concederse un respiro, necesitan que los demás también lo hagan.

La soledad es una miniatura. Cabe en una caricia. Se escabulle entre los dedos.

Hay gente de cuya agobiante amabilidad es imposible defenderse.

Me gusta huir porque lo sé imposible.

Invisible entre la multidud, se mueve a la deriva como un pecio en el océano.

Nadie más libre que un hombre solo. Nadie más solo que un hombre libre.

No busco mi lugar en el mundo. He aprendido que puede ser cualquiera: una ciudad que todavía no conoces, una casa frente al mar, un camino en el bosque, un balcón con geranios, un sueño o un desierto. Lo que mis pasos persiguen es un lugar donde reconstruir el mundo.

¿Dónde se pierde lo que no germina?

Aunque parezca mentira, uno puede acostumbrarse a contemplar las cosas con una mirada que no le pertenece, caminar con la sensación de haber sido suplantado. Lo único propio que permanece es justamente esa conciencia de la usurpación. Ese que acude, cada vez más silencioso, a cumplir los compromisos del otro, lo hace ya con naturalidad, de tal manera que desde fuera nadie percibe la diferencia.

Para no ser visto entre la multitud, nada como compartir la euforia.

Haber sido feliz deja a la realidad sin argumentos.

A la soledad interior se acostumbra uno pronto. La que más duele es la que viene con nombre propio. Sólo se alivia con la presencia o el olvido. En este último caso, para volver al redil de la que ya teníamos.

Resolverás el enigma si descifras el laberinto que han trazado sobre la tierra las huellas de aquel mirlo. Estaré esperando en la salida.

Quizá detrás de la máscara no estemos nosotros si un día, por azar o por descuido, nos atrevemos a arrancárnosla.

Contra la incertidumbre, ¿no hay otro antídoto que la deserción, otra anestesia que la renuncia?