Memoria y olvido son las dos puertas del desván donde se almacenan algunas de esas cosas humildes sobre las que un día volveremos para recuperar el hilo.

¿La letra con sangre entra? A base de bofetadas, sólo se aprende a darlas. Claro que los defensores de semejante método educativo tienen un argumento infalible: “es por su bien, tienen que aprender a defenderse”.

La melancolía y la vejez se dan la mano como dos niños en el parque. El sol, melancólico y viejo, se encarga de la alegría.

Cuando te cerque la oscuridad, cierra los ojos, vuelve al paisaje donde descubriste que la luz era cierta.

Te gritan para que te calles, no para dialogar. Bien mirado, a poco que uno lo piense, lo mejor es hacer caso. Aunque sólo fuera para ahorrar energía.

Vas llegando por fin (el viaje ha sido largo y, a menudo, confuso) al lugar que deseabas: la comprensión desnuda de que toda la belleza que tus ojos han ido absorbiendo a lo largo de los años es indestructible. Y que no es necesario, por lo tanto, el vano empeño de explicarla. No deja de brillar aunque el mundo (las personas que se han ido apagando como velas o como casas diseminadas en la ladera de la montaña) se desvanezca a tu alrededor. Ni siquiera cuando te vayas tú se extinguirá del todo.

Tampoco tienes que justificar la tristeza. Intégrala en el día cuando llegue, como un cayado recogido en el camino, y sigue con serenidad en lo que andabas.

Esa gente que invade el territorio ajeno para endilgar sus cuitas al primero que llega con todo lujo de detalles y se despide de pronto a toda prisa, como quien devuelve un pelotazo desde el fondo de la pista: “adiós, adiós, tú bien, ¿no?”

El elogio es un arma de doble filo con la que resulta facilísimo cortarse.

¿Por qué desconfían los que creen de los que no lo hacen? ¿Qué necesidad tienen?

 

Aunque sólo quede ya la hierba que asoma entre los escombros, la casa sigue viva en los olores que de ella me llegan, en la lluvia que vi caer desde la galería, en el sótano que guardaba las patatas. Vive, intacta, en la memoria. En lo más hondo del alma. Donde ya nada puede destruirla.

Parece que lo normal, entre nosotros, sea darse el insulto, no la mano. Después veremos.

Al despertar, se había esfumado el sueño, pero siguió latiendo todo el día.

No te asustes más de la cuenta si un día te levantas y no sabes bien quién eres. A partir de ese momento tienes toda la vida por delante. Otra vez.

La teoría nunca se hace responsable de lo que acaba sucediendo, le basta cambiar de traje para seguir a lo suyo.

La más difícil tarea del corazón: saber cuándo apartarse.

No tardarán en descubrir un sensor que nos avise (bip, bip) cada vez que alguien se acuerde de nosotros. Quizá no todos sepamos entenderlo.

Dos o tres días sin hablar te pueden llevar al borde del abismo. No los desperdicies.

Por mucho que nos duela, somos también lo que nos duele.

¿Alguien habrá pensado en un asilo para nómadas? ¿En qué revuelta del camino construirlo?

La luz escribe.

"Ese no es mi problema", dijo antes de que el otro le apuntara a la cabeza.

Desde el dolor, humildes, las ganas de vivir son el milagro.

Si te acercas más de la cuenta, perderás la perspectiva.

A veces perdemos exactamente lo que no necesitábamos.

Dan un poco de miedo los que saben siempre lo que hay que hacer en caso de emergencia.

El poeta siembra también, sin darse cuenta, alguna semilla de lo que olvida.

Cierra los ojos y abarcarás el horizonte. Ábrelos para compartirlo.

No entienden lo que buscas porque ignoran, como te pasa a ti, que lo encontraste.

Los devotos del orden carecen de reflejos: nunca tienen previsto el desmoronamiento.

Entré en el paraíso, la huerta de la infancia. Me senté en el lugar donde vivió el nogal inolvidable. A los pocos minutos me brotaron ramas.