Todas las olas mueren en la orilla, pero algunas son inolvidables.

Cuánto apoyo le debemos a la mesa.

Cuando yo mismo no entiendo mi letra, sé que he perdido el rumbo. Entonces tacho lo escrito y tomo otro camino.

¿Se hace la oscuridad? En ese momento, ¿se deshace la luz o solamente se apaga hasta mañana? Lo que está comprobado es que hay cosas que sólo se aclaran cuando de verdad la oscuridad lo ocupa todo.

En estos tiempos, quizá como en todos, la bondad es el auténtico lujo que sólo pueden permitirse los mejores.

Cuando se produce una catástrofe general, mientras las víctimas deambulan desorientadas y sollozan sin consuelo posible, los depredadores se frotan las manos, preparan el equipaje y echan cuentas.

He tenido suerte, después de todo: no siempre tengo miedo.

El tiempo nunca desespera.

La casa se encarga de que no me pierda.

El miedo –bajaba con la lluvia por la calle en cuesta– es una de las cosas que vienen de la infancia. La otra es el viento de la vida que se lo lleva en volandas. Súbete a ese caballo.

La luz se queda inmóvil un instante en una esquina de la mesa para alegrarte el día.

Llegar a viejo, si uno es tonto de baba, no hace más sabio a nadie.  Sólo enseña, a los más atentos, que va quedando poco que decir.

De vez en cuando huimos para que den con nosotros.

Le dijeron que se había secado muchos años atrás, que no quedaba nadie a quien llevársela, pero siguió sacando agua del pozo.

A lo mejor es hoy cuando te levantas sin la máscara. Que no te asuste la imagen que el espejo de te devuelva.

Las voces cordiales no desaparecen. Sólo hay que cerrar los ojos para volver a escucharlas.

Para que el silencio de frutos hay que cultivarlo.

Hay recuerdos que no dejan de crecer, como si no hubieran llegado a suceder del todo. La mayoría van perdiendo su brillo hasta dejar de serlo.

Después de mucho andar, encuentras entre la gente, como caído del cielo, el verso que se te resistía en casa. Como suele suceder, es de una sencillez conmovedora, preciso como una cuchillada. Te lo llevas apretado debajo de la piel. Aunque lo anotes en el cuaderno, sabes que le pertenece a quien lo ha dejado caer como si nada al pasar a tu lado. Tu único mérito es haberlo recogido antes de que se lo llevara el vendaval.

Ni se le ocurre pensar. Le basta con imponerse.

De vez en cuando, qué vértigo, nos encontramos con el que íbamos a ser.

Como los gatos, que no pueden evitar asomarse al abismo (es verdad que con extremada cautela), podemos sentir una atracción irresistible hacia algo o alguien que nuestra sensibilidad rechaza sin paliativos. Se trata de una contradicción que no hay manera de explicar, sólo cabe constatar la inquietud que nos provoca descubrir que somos también otro a quien no podemos entender.

Si Mahoma no va a la montaña, la montaña ni se inmuta.

La ventaja de desprenderse de algunas cosas es que no habrá que defenderlas.

El que escribe y el que vive, aunque sean la misma persona, se desmienten a diario. Como si fueran dos vecinos del mismo barrio que evitan saludarse, desconfiados y distantes sin saber muy bien por qué.

No vale de mucho empecinarse en seducir a la felicidad, es ella la que elige. Todo lo que podemos hacer es entornar la puerta.

Se les ve muy satisfechos del avance: han conseguido sustituir la guerra por la economía.

En pocas palabras: la tecnología es una bendición. La uso a diario, como todos, y me saca a menudo de pequeños y peligrosos pozos negros. Así que bienvenida sea. Pero también es, a poco que nos descuidamos, un peso, una muralla que nos separa de la vida. Me pregunto cuánto tiempo (¿unas horas?, ¿día y medio?) podríamos vivir sin las muletas de tanto juguetito. Y si podríamos hacerlo con naturalidad. La respuesta me sobrecoge un poco.

“Amar al prójimo” es una abstracción sin contenido. ¿A todos a la vez o en pequeñas tandas, como en un dispensario? ¿Con cita previa o por urgencias? Bastaría con entenderse de vez en cuando con este o aquel. Y siempre de uno en uno.

Sólo existe lo que admite siempre otra pregunta, lo que todavía nos asombra.

Antes me preocupaba no recordar lo que había leído unos días atrás. Como si me pareciera una traición o me acechara una enfermedad. Luego me daba cuenta de que no era exactamente así, arraigaba lo que tenía que arraigar, y se desarrollaba a su ritmo. Ahora me parece bien, porque lo que me importa, sencillamente, es disfrutar de la lectura. Nada más. Siempre puede uno volver, si lo ha olvidado, a lo que le hizo feliz. Como pasear de nuevo por las playas de la niñez.