Baladita
del corredor de fondo.
Sal a correr si la argolla del tiempo (casi siempre lo llamamos
miedo) te amenaza. Da los primeros pasos, si puede ser, despacio,
como un convaleciente que no se acaba de fiar de su vigor. Que el
felino agazapado en lo más hondo de tu pecho, siempre cachorro,
brinque de alegría cuando sienta que le llega la sangre a
borbotones. Entonces sí, acomódate a ese compás algo insensato,
cada vez más intenso: nada seréis el uno sin el otro. Devuélvele
sin más cada latido hasta que descubra que vuelve a ser un pájaro
ya para siempre libre de su jaula. Si eres tenaz, llegaréis lejos.
Sigue sus pasos con la humildad de un aprendiz. Sal a correr para
encontrar el pulso. Debes saber que el corazón es duro y no
transige, marca el ritmo (bumbum, bumbum) y no se cansa. Si le
adelantas, mueres: te quedarás sin fuerza de repente y lo verás
perderse como si fuera humo en la bruma cada vez más espesa de tus
ojos. Acepta humildemente ser la estela, el tigre que persigue, el
que llega detrás. La cometa que baila hacia la cumbre. Levántate y
camina si tropiezas: el aire sigue ahí, la vida espera. Bosques
umbríos, sendas que atesoran la huella de innumerables pasos
solitarios, parques de madrugada, caminos que se pierden en la noche,
montañas bañadas de misterio, carreteras secundarias, desfiladeros
sin luz por los que nadie transita hace miles de años, playas
vacías, trochas, descampados. En cada esfuerzo hallarás el brote de
una flor, en cada zancada un horizonte de belleza, una música
adentrándose en los pasadizos de la sangre con el sigilo del agua,
un cortejo de nubes asombradas que murmura y se abre para regalarte,
una vez más, el milagro del sol. Una caricia debajo de la piel,
lenta y profunda. Sal a correr, no fuerces, sólo goza de la luna de
enero o de la lluvia mansa entre los árboles. Despega. Atrévete a
ser águila que sobrevuela el mundo sin que puedan alcanzarla los
dardos envenenados del pánico, la soledad o la desgracia. Porque
vuela hacia sí misma. Tu corazón y tú por los caminos. No
vencedores: vivos. Nunca perdidos: libres. Él allá arriba,
obstinado como un astro, mostrándote la ruta. Tú escribiendo en la
tierra, también tenaz, con el buril del alma, paso a paso, bufido
tras bufido, la canción interior de cada día.