Sin
ruido.
Vivir en paz. Dejar que la riada se lleve la hojarasca de las cosas
inútiles que se atascan en el alma. Escuchar atentamente el murmullo
de lo que nos rodea (el temblor de este lápiz, esa nube que pasa) en
el silencio humilde de la casa. Abrirle el corazón a las palabras
para que lleguen a nosotros sin adornos. Que nunca falte, a un lado
de la puerta, junto al perro que dormita, un cántaro con agua y una
mano tendida. Aceptar el regalo de la lluvia. Sentarse al anochecer a
ver morir el día y respirar con calma la lentitud del aire que nos
llega. Entrar en uno mismo como se adentra el mar entre las rocas sin
dejar de ser el mismo, sin ceder nunca el misterio de su
inmortalidad.