Celebras
en silencio, una vez más, que todo está en su sitio. Los platos de
la cena en el fregadero, el poema de ayer sobre la mesa, la ropa
colgada en el perchero de la puerta, el murmullo de los vecinos
preparándose para salir. La farmacéutica te sonríe a través del
escaparate cuando pasas con el carro de la compra. El sol se filtra
entre las ramas de los árboles del paseo, haciendo fintas en el
suelo a tu alrededor como un cachorro con ganas de jugar. El ronroneo
del tráfico insiste en su rítmica monotonía como un latido que te
recuerda que la vida de la ciudad nunca se detiene. También tus
pasos −vas sin prisa− son conscientes de que el camino que sigues
es el mismo de ayer pero también nuevo y, como tal, prometedor. Todo
puede pasar. Vuelves con la compra a tiempo de comprobar que el cielo
se ha cubierto de nubes y el sol no baila frente a ti y tampoco nadie
te sonríe al pasar por la farmacia, repleta ahora de ancianos con su
gran ramo de recetas en la mano. Abres la puerta de casa y piensas
que tal vez algo ha ocurrido en ese minúsculo tramo de tu vida que
antes o después ocupará, tal vez sólo un instante, tu
conciencia. Aunque no seas capaz de valorar las consecuencias que
tiene, sabes que la vida se filtra en nosotros a capricho, con
indiferencia de nuestro grado de porosidad o de la firmeza algo
cómica de nuestra resistencia. Siempre encuentra un resquicio por el
que penetrar para sembrar una semilla. Todos tenemos la posibilidad
de reconocer la belleza y el riesgo que contiene cada minuto de la
vida que nos corresponde vivir. Esa es la verdadera función de la
poesía.