martes, 19 de diciembre de 2017

Celebras en silencio, una vez más, que todo está en su sitio. Los platos de la cena en el fregadero, el poema de ayer sobre la mesa, la ropa colgada en el perchero de la puerta, el murmullo de los vecinos preparándose para salir. La farmacéutica te sonríe a través del escaparate cuando pasas con el carro de la compra. El sol se filtra entre las ramas de los árboles del paseo, haciendo fintas en el suelo a tu alrededor como un cachorro con ganas de jugar. El ronroneo del tráfico insiste en su rítmica monotonía como un latido que te recuerda que la vida de la ciudad nunca se detiene. También tus pasos −vas sin prisa− son conscientes de que el camino que sigues es el mismo de ayer pero también nuevo y, como tal, prometedor. Todo puede pasar. Vuelves con la compra a tiempo de comprobar que el cielo se ha cubierto de nubes y el sol no baila frente a ti y tampoco nadie te sonríe al pasar por la farmacia, repleta ahora de ancianos con su gran ramo de recetas en la mano. Abres la puerta de casa y piensas que tal vez algo ha ocurrido en ese minúsculo tramo de tu vida que antes o después ocupará, tal vez sólo un instante, tu conciencia. Aunque no seas capaz de valorar las consecuencias que tiene, sabes que la vida se filtra en nosotros a capricho, con indiferencia de nuestro grado de porosidad o de la firmeza algo cómica de nuestra resistencia. Siempre encuentra un resquicio por el que penetrar para sembrar una semilla. Todos tenemos la posibilidad de reconocer la belleza y el riesgo que contiene cada minuto de la vida que nos corresponde vivir. Esa es la verdadera función de la poesía.