La
llegada masiva de inmigrantes viene a hacer añicos la buena
conciencia de los ciudadanos de este primer mundo que considera su
bienestar y su privilegio como derechos adquiridos. Absortos en el
cultivo de las buenas formas, acostumbrados a exigir a los demás
certificado de buena conducta y concederles, magnánimos, el pedigrí
de civilizados al que tantas veces no tenemos derecho, habíamos
llegado a creer que vivíamos en el mejor de los mundos, que éramos
tolerantes, cultos, refinados y justos. Mejores. Casi perfectos. Pero
ya están aquí. Miles, cientos de miles. Y aflora por todas partes
el veneno que dormía dentro de nosotros, la prepotencia, el
desprecio a lo distinto y el miedo irracional. Queremos que
construyan nuestras casas, atiendan a nuestros ancianos, eduquen a
nuestros niños, recojan nuestra basura, y exigimos que lo hagan sin
levantar la voz y por salarios menguados que no aceptaríamos ni como
limosna. Sigue habiendo dos
mundos. Por desgracia, me temo, irreconciliables. Los que lo tienen
todo y los que llaman, desesperados, a la puerta. Como pidiendo
perdón.