lunes, 12 de septiembre de 2016

Seguramente le pasa a todo el mundo. Me cruzo de tarde en tarde con un tipo que me saluda con una cordialidad que resultaría asombrosa, en estos tiempos, hasta en el encuentro fortuito con un amigo. Pero es que a este hombre no lo conozco de nada, estoy seguro de no haber compartido con él un asiento en el autobús, una charla en el café, un cursillo de informática, ni siquiera la cola de la frutería el viernes por la tarde. Aunque nunca hemos cruzado una palabra, forma parte de mi vida por derecho propio, se distingue con claridad entre los rostros de la multitud con la que me cruzo cada día. Lo sé cuando cierro los ojos y compruebo que podría dibujar sus rasgos con toda precisión. Tal vez su soledad –que imagino, sin más prueba que la expresión de su rostro, fértil y tranquila, como la mía propia– necesita ese pequeño vínculo urdido por el azar para mantener una vía de comunicación con el mundo, un atajo solitario que casi nadie conoce. Me he acostumbrado a contestar a su saludo con una sonrisa que intenta ser amable, como si yo mismo aceptara que hemos compartido un fragmento del pasado –aunque borroso– digno de memoria.