Seguramente
le pasa a todo el mundo. Me cruzo de tarde en tarde con un tipo que
me saluda con una cordialidad que resultaría asombrosa, en estos
tiempos, hasta en el encuentro fortuito con un amigo. Pero es que a
este hombre no lo conozco de nada, estoy seguro de no haber
compartido con él un asiento en el autobús, una charla en el café,
un cursillo de informática, ni siquiera la cola de la frutería el
viernes por la tarde. Aunque nunca hemos cruzado una palabra, forma
parte de mi vida por derecho propio, se distingue con claridad entre
los rostros de la multitud con la que me cruzo cada día. Lo sé
cuando cierro los ojos y compruebo que podría dibujar sus rasgos con
toda precisión. Tal vez su soledad –que imagino, sin más prueba
que la expresión de su rostro, fértil y tranquila, como la mía
propia– necesita ese pequeño vínculo urdido por el azar para
mantener una vía de comunicación con el mundo, un atajo solitario
que casi nadie conoce. Me he acostumbrado a contestar a su saludo con
una sonrisa que intenta ser amable, como si yo mismo aceptara que
hemos compartido un fragmento del pasado –aunque borroso– digno
de memoria.