miércoles, 15 de abril de 2015

Sueño que me despierto llorando. Lucho contra el vendaval del olvido, que quiere llevarse todas las imágenes del sueño, como hace siempre, para dejar en el corazón, como una mancha de humedad, ese gas que se propaga: la inmensidad del vacío. Esta vez consigo retener algunos detalles. Miro, con los ojos extraviados de los animales bajo la furia de la tormenta, algunos de los objetos que habitan mi casa, no sé con certeza cuáles, y comprendo de pronto que la causa que provoca mi zozobra es que se derriten, como si la fuerza de mis lágrimas desgastara sus perfiles, como si segregaran una sustancia semejante al yeso húmedo o al sudor. Me trastorna su dolor recién nacido, su esfuerzo por sentir. Cierro los ojos y me asalta una duda que se ha vuelto parte de la familia: ¿pueden humanizarse las cosas hasta el punto de que el estremecimiento de la muerte las alcance?, ¿es su desgaste imperceptible, del que soy consciente desde que no levantaba dos palmos del suelo, lo que me hiere?, ¿o todo es producto de una alucinación, una ceguera súbita de la mirada del soñador? Tomo entre mis manos la taza de café y el calor que, casi de inmediato, me transmite, es el latido de la vida, el aire ligero después de varios días de lluvia pertinaz, una caricia, una herida que se cierra. Estas caídas en el abismo son el pan de cada día, pequeños movimientos sísmicos mediante los cuales busca la soledad asentamiento.