Me
he quedado cavilando sobre el absurdo de concebir proyectos. La vida,
si es que las tiene, cambia sus reglas cada día y utiliza distintas
varas de medir con cada uno de nosotros. Deberíamos conformarnos con
cumplir el pequeño cometido que nuestra pobre imaginación sea capaz
de acuñar a la hora del desayuno para desarrollar durante el resto
de la jornada. Porque al día siguiente, a causa de la enfermedad, el
abandono, el olvido o la casualidad (cosas todas que, contra lo que
tendemos a creer, suceden a menudo súbitamente, en las escaleras del
metro o al levantar la vista de la página que leemos, en la cola de
un cine o en el humilde mostrador de una ferretería), podemos no
reconocer al que ayer mismo llevaba nuestro nombre.