La
vida no es un lugar, sino un viaje. El paso tenaz de los peregrinos
hacia el finisterre. El vuelo de las aves migratorias. Mi espalda es
un arpón en el lomo de la ballena blanca, la cuerda de un violín
que gime en la oscuridad sin que nadie escuche la inenarrable belleza
de su lamento. La vida no es un lugar, sino tierra quemada. Yo he
visto ese desierto sin nadie, y en el desierto, contra la ira del
sol, mis ojos arrasados. Siento en ellos la llaga de las gaviotas que
se ahogan en el petróleo derramado. Me duelen sus pupilas ciegas,
las boqueadas de angustia de sus pulmones encharcados. Busco el
aliento en el vuelo que la espuma dibuja en el acantilado, en los
tejados de las casas huérfanas de los que en otro tiempo las
habitaron, en el silencio que se hace entre mis brazos cuando
estrecho el cuerpo de los ausentes. Aquí estoy, terco como una mula.
Aquí: qué más da,
emocionado.