El
sueño es el lugar de la fertilidad. Entran y salen los personajes sin necesidad
de pasar por el filtro de la aceptación social, tan exigente en la vigilia como
inservible en ese territorio sin límites que se levanta en los sueños. Los
mudos hablan, los árboles se trasladan de un lado a otro con agilidad para
estar cómodos, los muertos beben cerveza y relatan sus recuerdos con un aspecto
saludable de jubilados contentos de librarse de toda responsabilidad. Los
crímenes, que también se producen, no son irreversibles: la víctima puede
tranquilamente reaparecer en un salón de baile con un pañuelo de seda alrededor
del cuello, sin un solo síntoma de convalecencia ni cicatrices visibles. Los
rencores, por el contrario, se volatilizan en un abrir y cerrar de ojos. El
frío y el calor no siempre tienen los efectos que conocemos: yo he nadado en un
mar helado con una sensación maravillosa de placer, he tiritado bajo un sol de
40º. La enfermedad se cura sin necesidad de tratamientos especiales, cuando
conviene al soñador. Una cosa me gusta especialmente: la familiaridad con la
que se tratan gentes que han vivido en épocas distintas, lo bien que se
entienden varios interlocutores que desconocen por completo las diferentes
lenguas en que se expresan. Lo que más me sorprende, sin embargo, no es que los
animales merienden o interpreten con delicadeza un cuarteto de Schubert (ya lo
hacían en los cuentos infantiles), la escasa importancia del dinero o la vitalidad
de que hacen gala los muertos, sino la presencia casi constante de gente
desconocida que sabe cosas increíbles de nuestro pasado.