viernes, 19 de diciembre de 2025

He vuelto a mirar la intimidad del mundo desde el mismo lugar que lo miré de niño, cuando nada sabía del dolor y de la muerte, como si en un imperceptible parpadeo ―lo que viene a ser una vida, más o menos― se cerrara una puerta sin estruendo. Un círculo perfecto. Algunas cosas han cambiado, hay más asfalto en los caminos y algo así como agujeros en el tiempo, se ha desmoronado la casa que todo lo sostenía sin aparente esfuerzo, no se oye el crujido de los pasos en las escaleras que llevaban al refugio secreto, pero el aire es el mismo ―la luz naciente en la ladera del otro lado de la ría, la humedad eterna de las sábanas, la pertinacia a ratos de la lluvia― y se escuchan muy nítidas las voces que guiaban aquellos primeros pasos todavía indecisos de cada uno de nosotros. Está, sobre todo, el mar y su música perenne, como un sueño. Voy y vengo por su orilla con la misma alegría que me emocionaba hace mucho y no puede haber, cómo va a haberla, duda alguna: sus miradas están en todo lo que miro.