La esencia de la sorpresa es la arbitrariedad.

Si de verdad quieres pasar desapercibido, quizá sea mejor que no te disfraces.

No confíes más de la cuenta en lo que creías ayer, sólo eres el mismo en apariencia.

El odio se desangra solo.

A la tortuga no le importa mucho si Aquiles consigue adelantarla o se queda siempre a medio camino, sino llegar al mar antes de que la alcance el cuervo.

Toma lo que te dan sin hacer cálculos o perderás la cuenta.

Todo abrazo es un acto de rebeldía. Salvo el que inmoviliza.

No busques la felicidad debajo de las piedras, mírala volar a tu alrededor como si fuera un jilguero. Es cosa de tu paciencia y de la suerte que llegue a posarse de tanto en tanto en la palma de tu mano. Siempre, claro está, que no te obstines en retenerla.

Todo está en venta. Alégrate de no poder comprarlo.

Pedir socorro, en estos tiempos, es un forma de insubordinación.

Si no quieres que te salga caro, deja de ponerle precio a lo que te dan de balde.

Quien se arriesga a entrar en el alma del otro, quizá no deba lamentarse si no encuentra la salida.

Deja pasar el tiempo cuando alguien alce la voz para decir: ¡eso jamás!

No saques conclusiones si no has regado a conciencia las preguntas.

Ahora es más fácil entender lo que fuimos, reconocer el valor de aquellos esfuerzos que parecían vanos y estaban,en realidad, construyendo una historia.

¿Cómo va la muerte, que sólo es una consecuencia, a producir más daño del que nos hizo la vida?

Demasiada gente prefiere que le señalen el camino en lugar de correr el riesgo de hacerlo por sí misma. Puede que piensen que no perderse nunca es una suerte.

¿Se puede amar sin que lo sepa el otro? ¿Se puede no amar sin que lo sepa el otro? ¿Se ve la diferencia?

No se olvida a la persona con la que se vive algo por primera vez. Por ejemplo, un camino, una enseñanza o una muerte.

Proclamar la libertad lo hace cualquiera. Llegar a ejercerla de verdad es cosa de cada cual.

Hay regalos que sólo pueden recibirse con el corazón en la mano y en silencio.

Si no consigues que te entiendan, considera en primer lugar si la responsabilidad es tuya. Después, mira si vale la pena intentarlo de nuevo.

En la profundidad, muy a menudo, se enturbia el agua, se vislumbra el abismo.

El prestigio de que goza la madurez no es demasiado comprensible: sólo se trata de un paso obligado hacia la podredumbre. Es su víspera.

Se hizo rico cuando dejó de tener obligaciones.

No hace falta poseer las cosas que de verdad importan, están ahí para vivirlas.

Si las paredes hablaran, ¿querríamos oírlo?

Alguien tiene que hacer lo que no sirve, en apariencia, para nada. Otro alguien, tarde o temprano, le encontrará su utilidad.

Todos los días se está muriendo la raíz de algo para dejar espacio a la que llega.

 ¿Llegarán a creer que el insulto es una forma de cordialidad?

Pobreza. Dícese de la forma institucional de la violencia. En todas partes.

¿No será que no ves más allá de tus propias narices porque no has llegado a salir del cascarón?

¿Cómo saber, cuando nos topamos con lo inesperado ―sea un lugar, un sueño, una persona―, si el tiempo se acelera o se detiene?

Si miras con atención lo más pequeño, verás que va creciendo hasta hacerse inabarcable.

No duele tanto la herida como la decepción de la que nace.

Pobre diablo, creía de verdad que todo se compraba con dinero.

Quien ha visto a un niño sonreír en medio de un llanto inconsolable ya sabe lo que puede ser la eternidad. O no lo sabrá nunca.

Convendría saber en qué momento hablar es hacer ruido.

La poesía nunca tiene prisa. Por eso a veces los poetas —que sí la tienen, nadie sabe por qué— se la dejan atrás.

¿También el mundo se detiene conmigo cuando me quedo quieto en medio de la niebla? ¿Cuando vislumbro la silueta de algo parecido a un sueño? ¿También habrá cambiado cuando se disipe?

La palabra nada es un disfraz. A veces abrimos ese cofre y hundimos las manos en la hojarasca, que, entonces si, se desvanece.

Escribir es el último recurso de algunos para guardar silencio.

A veces te equivocas intuitivamente, casi a propósito, sin arrepentimiento, porque te habías perdido.

Se acerca el momento (siempre se acerca, tendemos a olvidarlo) en que ya no se trata de hablar de la muerte o de pensarla, sino de escuchar sus pasos aproximándose a la puerta, de sentirla. A poder ser — a poder ser!— sin miedo.

Si la luz llega a deshora, quizá lo que veamos no sea más que sombra.

Cuando te vienen a ayudar "sin compromiso", ya sabes que antes o después pagarás un precio.

Cuando el homo sapiens desaparezca de la faz de la tierra, como parece inevitable, ¿quién se encargará de la destrucción?, ¿quién va a mantener la llama de la ternura?

No escribe ya para entender el mundo o desvelar el misterio, sino para evitar que se desmorone.

Era corto de vista, sólo veía el mundo al alejarse.

La historia que comienza tras una despedida, ¿es otra o la misma con raíces más profundas?

Hay gente rara que colecciona sospechas.

Cualquier mañana te puedes dar de bruces con el que no sabías que eras. No será fácil eludir la duda de si sólo anda de paso o viene a sustituirte.

Qué extraño un mundo en el que apenas quedan indicios de silencio.

¿Y si hoy es la tarde aquella en la que no te atrevías a soñar? La has visto llegar con la parsimonia del peregrino que se va acercando a la posada que le dará cobijo, atento sólo a la administración cuidadosa de sus últimos gramos de energía. La luz ha aparecido también con precaución, como desperezándose, como el primer lamento de un violín, hasta el lomo cansado de los libros. En ese instante has sentido la placidez de una plenitud que ni siquiera admite el merodeo de las palabras que podrían explicarlo. Y te dejas mecer en el silencio como un pato en el agua, conforme al fin con el deslumbramiento humilde de la vida.

Cuando te lancen a la cara una palabra, ¿qué ganas con afilarla como si fuera un arma si puedes limitarte a esquivarla?

Algunas estatuas parecen incómodas en medio de la plaza.

El misterio de la vida se puede erosionar, difuminarse entre la niebla, permaner en la penumbra años y años, desfallecer, pero antes o después vuelve a brotar sin deterioro alguno.

Aunque nunca se subió al caballo, acabó encontrando su verdad. Y se hizo el mismo daño.

La fanfarronería es la primera envoltura de la violencia. La fraseología, el disfraz del engaño.

Algún día la ternura debería ser el primer requisito exigible para tomar el mando.

Siempre hay alguna luz encendida.

Cuando la excitación, la violencia o el miedo amenazan a la vida, sólo el alma, que siempre va más lejos, mantiene su pulso inalterable.

Si se te va a enquistar en el esófago, lo mejor es que lo digas. O que tosas.

Aunque unos y otros la derriben, la vida hace nido entre los cascotes.

No te detengas, quizá lo encuentres en medio de la jungla.

Después de muchos callejones sin salida, de dudas y más dudas, de equivocaciones felices, entendió lo que buscaba: devolverle a las palabras su inocencia, oírlas de nuevo por primera vez.

Nada me conmueve como lo que existe sin dar explicaciones. Nada más puro que la hierba que crece en las grietas del asfalto.

Cuando levantaba la vista de la pantalla del móvil perdía el equilibrio. Como si se le hubiera atrofiado el sentido de la vista.

Todo lo que has andado se queda en los senderos de la selva, contribuye a la penumbra, se ahonda en las raíces.

En medio de los escombros, un poema a la intemperie: la mano limpia de una muñeca rota como pidiendo auxilio.

La alegría es una decisión que toman los que han estado en el infierno. La otra opción era rendirse.

El amor crece cuando se despoja.

El que va solo no puede abandonarse.

Algunos recuerdos se cierran como cicatrices para dejar constancia de la herida.

DATE la vuelta y mira: quizá ya no te persigan.

El aprendizaje más arduo es el que sólo depende de uno mismo.

En la mano que escribe, desorientada, se hace temblor el paso del tiempo.

El fantasma a que he llegado a acostumbrarme después de mucho tiempo apenas duerme, se le escucha andar toda la noche de un sitio para otro como si no encontrara sosiego en nada, como si se quisiera ir y no se atreviera a decirlo. Me quedo muy callado en la penumbra del salón —en casa no hay pasillo— para que no se asuste y le dejo abiertas puertas y ventanas.

No hay huella más difícil de seguir que la que uno mismo, sin prestarle atención, va dejando en el camino.

Mañana conoceré al que todavía no soy, ¿se entenderá con el que fui?

La mayoría de los días hacemos algo por primera vez. Casi siempre sin llegar a darnos cuenta. De tanto en tanto, también por última.

En cada paso que damos eludimos el riesgo de una zanja de arenas movedizas, la sucia viscosidad de la ciénaga. Casi nunca somos conscientes del peligro. El abismo está ahí, seduciéndonos, tirando de nosotros, cercándonos como un fuego tenaz. La conciencia plena de esa realidad cotidiana hace más hermosa la voluntad de ser, más admirable la alegría, más verdadera la delicadeza de la danza. El baile de la vida.

Haz como el colibrí, que liba su flor cada mañana suspendido en el aire.

De tarde en tarde, en la intimidad, casi siempre a última hora –como mandan los cánones–, hago recuento de las palabras que se me fueron quedando dentro en el transcurso de los años. Algunas todavía arden como brasas de una timidez asombrosa, a otras se las ve desorientadas, otras son irreconocibles. Metido en harina, extraigo también de sus remotos escondrijos mi colección de insomnios, las sonrisas de oro que no he vuelto a ver, las caricias mejores, las miradas sin trampa, los miedos inservibles, los errores cometidos, los olvidos. Me reconozco en todo ello sin remordimientos, sólo con una leve nostalgia desbaratándose en el alma como los jirones en la niebla. Me acuesto en paz, persuadido de que mañana cada cosa estará de nuevo en su refugio. Quizá no será tarde para decirlo entonces.

Al final del día, seguro que algo nos hemos dejado en el camino, pero también —si hemos estado atentos— traeremos algo nuevo en el capazo.

La ausencia es el vasto territorio que hay entre el que se va y el que se queda. Les pertenece a ambos.

La memoria es un refugio en el que no dejan de entrar y salir cosas. En el desván de la mía se acomodan –y esperan– las que sé muy bien que no voy a olvidar.

Qué lealtad la del paisaje de la infancia.

Hay gestos luminosos que parecen siempre como recién nacidos aunque sean rutinarios para quien los deja caer como si nada.

En todas partes, si te descuidas, hay una isla.

El beso también es lo que se queda en los labios.

Qué extrañeza me deja, cada vez más a menudo, la manera habitual con que lo decimos: esta es mi casa. Creo que sería mucho más preciso decir (si es que ha llegado a aceptarnos): soy de mi casa. Por qué si no volver a ella una y otra vez como lo hacemos siempre, seguros de su calidez, sin que nos importe demasiado su tamaño o sus carencias, su luminosidad o su penumbra.

Entre las cosas que me rodean y yo hay una larguísima historia de acercamientos, olvidos, trampas, desavenencias, juegos, malentendidos y reconciliaciones que no hace falta contar. Porque sé que tampoco ellas lo harán, como demuestra su lealtad de tantos años.

Cuánto se podría aprender de los que callan, si diéramos al fin en escucharlos.

Abre los ojos, por simple lucidez: que nadie te lo cuente.

Al despertar, estamos en la otra orilla sin llegar a entender en qué momento atravesamos el río antes de que nos arrastrara la corriente.

Aquellos que nunca se cansan de ocupar el pedestal acaban, como es lógico, en estatuas. Cuando se quieren dar cuenta ya no hay escapatoria.

El insomnio recoge una por una las olas que ha ido acumulando el día. Con todo lo que arrastran: vestigios, sorpresas y peligros.

Si una sonrisa se limita a enseñar los dientes, lo mejor es ponerse a salvo: no tardará en hacerse dentellada.

En los aeropuertos concurren heridas que por lo general pasan desapercibidas a los que se van y a los que llegan.

Hubo una vez, hace ya muchos años, que fui otro durante unos días. Quizá también lo eran los que me rodeaban. Era todo algo distinto, o quizá sólo me lo parece ahora. Si permanece la duda de lo que aquel desconocido habría llegado a ser. A cuántos como él no dejamos crecer dentro de nosotros.

No todo lo que ha quedado atrás deja de influir en la vida de quien se arriesgó a pasarlo.

Hay palabras que brotan con voluntaria brusquedad, en medio de una conversación, para distraer la mirada de los interlocutores, para ocultar el conflicto interior que las genera.

El momento en que un hechizo se rompe como una copa de cristal se parece mucho al regreso de la anestesia.

La derrota también puede representar la belleza que se defendía en el combate.

Ante los apresurados, lo mejor es apartarse. En todo.

Ponte a cubierto, hay gente que dispara por si acaso.

Mira bien en qué escenario —en qué silencio— pones la palabra.

Todo lo que das vale la pena, aunque lo pierdas.

Cuando alguien contesta con violencia a una pregunta sencilla, puede que no lo fuera.

La elegancia ha de se sutil: ni se puede entrenar ni se disfraza.

Un extranjero ­—tu, yo, cualquiera— lo es en todas partes.

 

Si has podido imaginarlo, prepárate para que ocurra.

Cuando el camino es incierto, hay que seguirlo. Más que nunca. Aunque sólo sea para salir de dudas.

No hace falta arrepentirse de lo que no se pudo evitar.

NO he conseguido dejar de perseguirme. A estas alturas, caminamos —a ratos— a la par, casi casi nos hacemos compañía.

Cuando abro los ojos hemos cambiado de lugar, el paisaje y yo.

Sonríe aunque el día venga sucio bajo la niebla. Ya se verá.

Todas las huellas que te han salido al paso, todas las que seguiste en la oscuridad de los caminos o en la noche de los tiempos, te han ido llevando lentamente, como el río arrastra cada hoja a su final, a recibir, guijarro humilde entre las olas, la última enseñanza: saber que estamos solos —mira tú qué sorpresa— como granos de arena, saberlo e integrarse en el baile sin hacer aspavientos.

Cuando la memoria pierde el rastro nos deja a la intemperie.

Para no contradecirse, le daba rienda suelta a sus errores hasta que conseguía convencerse.

Le costó la vida entera parecerse a sí mismo.

De noche, la soledad es una puerta

Lo que no llegó a suceder también deja su herida o su misterio en el paisaje, su luz intermitente en la memoria. Con cierta frecuencia, durante toda la vida. Por eso a veces recordamos lugares, personas, conversaciones, hechos en los que no hemos tenido parte alguna.

No deja de sorprender la rebeldía de eso tan raro que llamamos alma frente al deterioro cada día más plausible del cuerpo. Como si no fueran con ella los presagios cada vez más oscuros de las nuevas dificultades que se presentan de la noche a la mañana en actividades, movimientos y gestos que hasta hace nada, durante mucho tiempo, eran inconscientes, casi mecánicos. El alma, incólume en apariencia, mientras el edificio se viene abajo, mientras el mundo se derrumba, sigue pendiente de los fulgores de todo lo que existe. Como siempre.

Cuando alguien, de verdad, escucha, la sorpresa nos hace enmudecer.

Para ver en la oscuridad hay que dormir como los gatos.

No te detengas más de la cuenta a pensar en lo que te espera, ya lo sabrás cuando llegues.

Lo más parecido a la eternidad es lo que está pasando ahora, lo que nos acompaña allá donde vayamos.

Siempre estamos de viaje, siempre.

¿Somos lo que ven los que nos miran?

Cuando quieras ir muy lejos, ve despacio, no malgastes las fuerzas que habrán de hacerte falta para volver.

Nadie se daba cuenta del deterioro hasta que el muro se les vino encima.

Lo que no se puede comprar con dinero no sirve para nada, dicen. Puede que hasta lo crean. Qué será de ellos si les falta.

Hay egocéntricos a tiempo completo. No sólo les deprime la alegría ajena, se celan también de su desgracia.

El aire, de vez en cuando, dice, como para sí mismo: hubiera preferido ser un árbol. Por las caricias, por la sombra, por el baile.

Todo se va haciendo más pequeño. Lo raro es que vivamos como si no lo viéramos.

Debería ser obligatorio, de tanto en tanto, ponerse en el lugar de otro. Quedarse un rato ahí, a ver qué pasa.

Alegrarse también de no ganar.

Cuando se va a dormir, la soledad va con él, sin hacer ruido.

A la sonrisa de algunas enfermeras se les nota la anestesia.

Mira a ver si te convienen los atajos —o dejarte llevar— para llegar a donde quieres.

También para vivir hay que hacer pausas. Como, para escribir, silencios.

Las creencias muy firmes —en el mejor de los casos— acaban en indigestión.

A veces, en la caída, lo más sensato es agarrarse al vértigo.

La luz del verano es una goma de borrar.

Algunos viajes -los que importan- sólo son el principio del viaje.

La poesía pende de un hilo que parece siempre a punto de romperse.

También a la máscara, cuando la colgamos en su percha de cualquier manera, se le ven las ojeras.

Tu mano tendida le da sentido al mundo.

Los inocentes no llegan a saberlo.

Sólo en la cuerda floja se perciben las dimensiones del abismo.

Qué miedo dan los que nunca lo tienen.

Las palabras que importan, aunque el viento se las lleve, nos las devuelve limpias la marea.

De casa en casa, tejemos la frágil telaraña en que se asienta nuestra vida. Lo que importa, en cada mudanza, es no perder el hilo.

Tuvo suerte: compartió su soledad.

Exhibimos con orgullo las cicatrices que nos dejó la infancia, aunque dolieran.

También mi letra, como el rabo de una nube, se va difuminando entre la niebla.

¿Muere lo que se recuerda o sigue renovándose como la luz, como el paisaje, como el sueño?

Mientras los adultos se enzarzan en la enésima guerra, los niños mantienen la esperanza de la especie jugando entre los escombros. Desde que el mundo es mundo.

Cuántas veces elegimos un camino solamente para cambiar de vértigo.

Algunos hablan para negar al otro sin llegar a comprender que ya está lejos.

Cuando te pese más de la cuenta el pensamiento, cuélgalo en el tendal. Que le de unn poquito el aire.

También al dolor hay que hacerle un caso relativo, por mucho que se empeñe no es el rey de la casa.

Para hacer el equipaje hay que empezar por apartar el lastre de lo superfluo.

La vanidad es la máscara de los que no pudieron quitársela después del carnaval.

En todos los abismos hay una posibilidad de agarrarse a algo, no sólo de caer.

La oscuridad respira por sus grietas

Para ver a fondo hay que cerrar los ojos. Que no es lo mismo que dormirse.

No hay mejor remedio que escuchar durante un par de minutos a un dogmático empedernido cuando nos creemos en posesión de la verdad. Se le pasa a uno la tontería en un pispás.

Vive el olivo con los pies en el suelo como el ciprés con la cabeza a pájaros.

Esconder la mano puede hacerlo cualquiera. El mérito reside, aunque no esté uno libre de culpa, en no llegar a tirar la piedra.

Ese momento en que sólo nos puede salvar una sonrisa, cuando la sencillez de la belleza se impone a todo lo demás.

Iba con tanta prisa que se pasaba siempre de largo.

No tener nada es el mejor escenario para valorar lo que de verdad vale la pena.

La elegancia, como la belleza de las flores más humildes, se balancea en el aire, es inconsciente y nos asombra siempre. El artificio, que siempre es superficial, nos empalaga sin remedio.

Las palabras también esperan, a veces, a que llueva para hacerle frente a la intemperie como recién lavadas.

Los mejores desvíos, aunque se pueda uno perder, son entretenidos. Los peores, callejones sin salida. El camino real, dar toda la vuelta.

Se parecen como si fueran de la misma familia, tal vez primas hermanas o afluentes de un mismo venero, pero entre la rutina y la costumbre hay la misma distancia que entre el agua estancada y la que fluye libre.

El desarraigo también es un lugar donde vivir en paz.

Es mejor desconfiar —sus intenciones son claras— de quien viene a convencernos con la chequera en la mano.

Cuando la vida se pone del color de la ceniza, cierro los ojos y estoy de nuevo en las escaleras de la huerta, entre los helechos crecidos, bajo el vientre luminoso e hinchado de la parra, con las manos pringadas de aquel granate mágico de las ciruelas esparcidas por el suelo que parecían haber caído del cielo más que de los árboles. En ese momento, despacio, casi siempre llueve, y yo me rindo feliz, ya sin temores, al aroma inconfundible que parece también llover desde las ramas del inmenso naranjo que invadía el camino.

Tampoco es necesario saberlo todo de uno mismo. Ni siquiera posible.

Se dio cuenta de que no le gustaba el lugar de privilegio por el que se había peleado toda la vida a navajazo limpio cuando ya nadie se lo disputaba.

El mundo se sostiene, tembloroso, en los abrazos.

Las palabras que se quedan fuera del poema son pavesas sobre las que se enciende, tal vez, un fuego que ya no esperábamos.

No hay manera de registrar los momentos en que olvidamos algo. Sería una buena costumbre que quizá no permitiera recuperar algo valioso.

El fracaso es parte del camino de todos, como el invierno. El éxito, a menudo, una componenda.

A qué clase de entendimiento vamos a llegar si hablamos todos a la vez.

Aprenderíamos a morir si aceptáramos la vejez como una recompensa.

Si el dinero lo compra todo, ser pobre es una ventaja. La cantidad de cosas superfluas que se ahorra uno.

Cuando les alcanza la desesperación, el creyente reza y el ateo rumia. En medio, los inocentes, que desconocen el miedo, ronronean y esperan  como los gatos en la siesta.

Cuando sabes que ya no podrá leerte aquel que estaba siempre al quite, con la fidelidad de un masai, también aprendes con dolor que dudarás cada día del sentido de cada palabra que dejes caer —entre las lágrimas— sobre el papel en blanco.

La ira, como los volcanes, sólo deja en el paladar un sabor a ceniza.

El niño que fuimos reaparece siempre en los momentos que importa, cuando se nubla el sol y cuando brilla en lo más alto, cuando nos turba la tristeza y cuando nos arrebata la alegría.

Los hay que odian porque le tienen pánico al aburrimiento de pasar un ratito a solas consigo mismos.

Ni siquiera saben que son esclavos de su riqueza.

La luz tiembla en todo lo que nace.

Lo que más veces ocurre sólo es una costumbre, no una obligación. En todos los órdenes de la vida.

Estar siempre de viaje sin moverse del sitio.

El humilde misterio de la vida: sostenerse en el aire como una mota de polvo.

A las emociones, para que vuelen, hay que darles rienda suelta. Y sujetar la brida, claro, cuando se desmandan. Con la punta de los dedos.

Sólo de tarde en tarde consigo ver todo lo que tengo delante de los ojos. En movimiento, vivo. Cuando sucede, vuelvo sin remedio —quiero decir feliz— a aquellos relámpagos que iluminaban en un instante la ría. Esa extraña plenitud, ese milagro para todos, es lo que busca el poeta. Es lo que encuentra cuando acierta.

Para perderse en serio hay que arriesgarse a vivir un tiempito a la intemperie.

El abrazo es un lenguaje que no todo el mundo entiende.

El silencio también es una manera de mantener el fuego.

¿No les pesará llevar a cuestas siempre la razón, como una bolsa de piedra cada vez mas pesada?

El miedo es un espejo deformante, no creas todo lo que te devuelve cuando lo miras de frente.

La mejor idea que se te puede venir a la cabeza es aquella que, en principio, no reconoces como buena. Tú sigue.

Lo mejor de la pereza, a pesar de su mala fama, es que también elude los desastres.

También el alma necesita despojarse tras un largo viaje.

Todo lo que buscamos está al alcance del silencio. Por eso hay que retirarse de vez en cuando a un buen lugar donde encontrarlo: la inmensidad de los espacios abiertos, donde se expande la mirada, o la intimidad de tu pequeño cuarto, donde se recoge en sí misma.

¿Cómo hace la gente para ser siempre la misma.

Hay cosas que sólo pueden decir las manos.

Algunas miradas se siembran a conciencia, a ver si crecen.

Si dejáramos de preguntarnos por el sentido de nuestros pasos, que nunca llegamos a desentrañar del todo, quizá perderíamos el rumbo, que de vez en cuando es de lo que se trata.

La muerte, maleducada, rompe la baraja y desbarata la partida, pero nada puede contra el juego de la vida. No hay consuelo posible, pero tampoco olvido, seguiremos amándola en tu nombre, recorriendo en tu nombre los caminos con tus viejos zapatos.

Alejarse es una manera de ver. Y de volver.

En el estallido de vitalidad con que me aturden las flores silvestres en un paseo por el campo veo también, como un reflejo en el agua, el anhelo de quienes aman la vida y su tenacidad sin límites. También, sin poder ocultarlo, el silencioso dolor de su brevedad.

Si no eres tú, ¿qué vas a dar?

Cuando menos te lo esperas, salta la fiebre.

También somos esa hoja que se mantiene en al aire sin llegar a caer.

Hay días de vendaval en que parece que la mariposa que aleteaba en las antípodas pensaba precisamente en nosotros.

 

                                                                                  Por Chetiño

 

SER

Una vida se cumple cuando llega

a saber de sí misma que ya estaba,

completa, sabia, en la tierna mirada

de aquel niño perdido entre las piedras.

No hace falta creer en el misterio.

Va por libre. Sólo estar al acecho,

sólo abrirle las compuertas del alma

y aceptar lo que eres, una gota

de tiempo, una brasa en la hoguera, una luz

diminuta durmiéndose en el bosque,

una rama cualquiera en el centro del mundo.

No es fácil seguir el rumbo cuando empiezan a borrarse las señales.

Algunas cosas se quejan si las cambiamos de lugar. Las de cristal, ante el menor descuido, se suicidan.

Los niños, hace unos años, además de buscarlo, llevábamos el tesoro en los bolsillos.

Si alguien escucha cuando guardamos silencio, a punto está de producirse el milagro.

Nunca miramos como ayer.

No hubo forma de que se callara un rato ni cuando lo bajaron del púlpito.

Se echó a andar para eludir el peligro de los caminos sin salida.

Cuando el mundo se vuelve inhabitable, Mozart. Quiero decir, casi a diario.

La alegría desorienta a los dogmáticos.

Ya no queda un humano, en esta parte del mundo, sin su fotografía.

¿De qué van a asustarse los que llegaron al borde del precipicio y plantaron allí sus esperaranzas y edificaron sus casas?

Al fantasma, si se ha llegado a instalar en casa, también hay que cambiarle la sábana de vez en cuando.

Buscarle al paisaje las antorchas en la inmensidad de la noche y al mundo las fisuras por las que hacerlo habitable, esa vendría a ser la tarea del incrédulo.

Esa manera absurda de lamentarse de lo obvio y eludir, de paso, la responsabilidad que a cada cual le corresponde sobre su propia vida: "ya nada es lo que era".

Desde que el mundo es mundo, lo sostienen los que labran, lo pervierten los que ladran.

Quien vive ligero de equipaje siempre puede partir.

La seguridad es una trampa camuflada en la maleza ante la que nos relamemos como ratones ante el queso. Hasta que cae el cepo.

Los hay convencidos de que hacen historia cada vez que hablan.

Para perder el rumbo y olvidarse de todo, para recuperar el rumbo, de vez en cuando hay que adentrarse en alguna forma de infinito: el mar, la selva, la conciencia o el desierto.

El ruido de las ciudades es la prueba fehaciente de un cierto fracaso colectivo. Sólo puede uno rendirse o alejarse.

Hay poemas que vuelven y se instalan en su lugar como si no hubieran estado ausentes durante años.

Procura haber pensado por ti mismo lo que dices. O mejor, no digas nada. Sigue pensando.

Estaría bien una proposición de ley que impusiera a algunos la obligación de no hacer declaraciones.

Sonríe ante la lluvia porque vuelve a ser el niño que hundía los zapatos en el barro sin importarle el escándalo que los adultos iban a montar —siempre igual, como si se tratara de una ceremonia— cuando lo vieran llegar con una expresión de felicidad que tardaba un buen rato un borrársele de la cara.

A quien se toma la libertad de vivir con cierta indiferencia, sin grandes ambiciones, se le mira como si no fuera de fiar.

Cuando los poderosos se refieren al bien común es que se van a quedar con todo.

Tienes que ser tolerante... Puede que tengas razón.

Sálvese quien pueda es la frase de alguien acostumbrado a ganar, porque la mayoría ya hacemos por costumbre esa gimnasia.

Hay tipos arrogantes incluso en la derrota.

Cuando le dieron a elegir entre la gloria y el poder, se quedó a desayunar en casa.

Lo que más le sorprende a un corrupto, cuando cae en desgracia, es el abandono de los suyos.

La derrota es una parte del juego por la que todo el mundo debería pasar de vez en cuando. Aunque sólo fuera para volver a intentarlo.

Cuando te digan que vives fuera de la realidad, que no acabas de adaptarte, aférrate a ese madero. Puede que estés en el buen camino.

Quizá esconden el dinero porque no tienen otra cosa que merezca sus desvelos.

Los argumentos con que los depredadores económicos justifican sus malas artes de cuatreros para enriquecerse más y más son, qué paradoja, de una pobreza espeluznante.

La vida, por mucho que te apartes, irá contigo. Silenciosa y fiel. Como una sombra.

La amapola de ayer es inmortal, aunque lo ignore: me dio de golpe toda su belleza.

En cada piedra del camino espera el roce posible de una mano.

No sabe uno que admirar más en el gato: la elegancia, la quietud, la independencia, la flexibilidad, la ternura, el salto o esa parte salvaje que, pese a las apariencias, no se ha dejado domesticar del todo.

A los vendedores de humo —los hay de muchos signos, brotan en cualquier parte como la mala hierba—, cuanto más hablan, menos se les entiende. Por fortuna. Lo raro es que sigamos insistiendo en darles la palabra.

A veces conviene perder para aliviar la angustia.

Sería mucho más fácil escucharles si no hablaran todos a la vez, incluso prestar mucha atención a los que tengan algo que decir.

Renunciar es un aprendizaje que sólo se completa después de haber hecho todo lo posible.

Mírala en su rincón, refunfuñona, huraña: nadie la saca a bailar. No se cansa de escudriñar nuestras debilidades, a ver si en un descuido nos derriba, pero se muere de envidia.

Hay poetas que no llegan a escribir porque no salen de su asombro. Benditos ellos.

Cuando veas que la realidad se distorsiona o duda de sí misma, aprovecha la ocasión para cambiarla. Porque escapar no es fácil.

El cuerpo deja de pesar cuando se rinde.

El buen maestro no deja de asombrarse de lo que se trae entre manos.

Contra el ruido infernal de la ciudad, la música tal vez imaginaria de unos pasos acercándose.

¿Es posible tener nostalgia de lo que no ha llegado a conocerse? ¿Construir el relato a partir de lo que no ha sucedido?

La ola que te trae, a mí me lleva. Barquichuelas que se mecen en la misma inmensidad.

La gente se muere por primera vez cuando deja de reírse. Los que nunca lo hacen —no hay otra explicación— tienen que ser almas en pena.

Para ser libre, de vez en cuando hay que absolverse de la condena de ser a todas horas uno mismo.

Para llegar a la serenidad —no confundir con la pachorra, el egocentrismo o la indiferencia—, en algún momento hay que moverse. Aunque apenas se perciba. Como hace la naturaleza.

Cosas que no tienen precio, lista provisional: la bondad en medio del desastre, la primera mirada del día, el silencio compartido, el balcón abierto, la mano en el regazo, la soledad de un niño frente al mar, un gato callejero, aquella bandada de gorriones que picoteaba a tu alrededor mientras tomabas café en una plaza de piedra, la luz de última hora, un sueño que no acaba.

¿Para que les sirve la riqueza si no pueden, llegado el caso, prescindir de ella?

Lo que no puede comprarse está al alcance de cualquiera, aunque la mayoría lo ignore.

En sueños, pasado el miedo que perseguía al insomne, la oscuridad desaparece y se desvela todo lo que en la vigilia parecía un enigma.

El éxito se deshace en la boca como una golosina. ¿Será por eso que nunca tienen suficiente?

Cultivaba su mentira con todo lujo de detalles, precisión de relojero y un fervor admirable, hasta que empezaba a dudar si le había ocurrido de verdad. Entonces la podaba para empezar de nuevo.

No siempre tienen razón los que la esgrimen como un arma a las primeras de cambio.

Al alma le gusta la soledad de la penumbra, se reconoce en ella.

La luz es una niña jugando entre los árboles.

Siempre me fijo en las personas que parecen esconderse discretamente en las últimas filas, más que nada por si en algún momento tuvieran algo que decirnos.

Llegó a creerse una gran cabeza porque siempre le elogiaban el sombrero.

No todos los que me habitan llegan a estar conformes con la vida que llevamos. Ni siquiera los que de vez en cuando se escaquean.

Qué dulce la existencia de las cosas que no hacen ruido.

La solemnidad, como los bostezos, se contagia.

El pasado permanece en algunas huellas que sólo nosotros, llegado el caso, podríamos reconocer.

Estar seguro es una anomalía, puede dejarte a la intemperie en cualquier momento. La duda, aunque sea a trompicones, se va acercando siempre a la verdad.

Qué difíciles las mañanas en que no sabemos si se ha apagado el sol o se trata solamente de nuestra mirada.

No entierres los fragmentos del pasado si quieres que no existan. Deja que el viento se los lleve.

Le iba quitando la arenilla a las palabras con delicadeza hasta que se transparentaban como guijarros batidos por las olas.

Si te acostumbras a la cárcel será difícil que llegues a soportar el aire libre.

Los gatos callejeros han aprendido a no fiarse, y hacen bien.

Hay esclavos que sonríen porque nunca se entregan.

Lo que no hacemos también tiene consecuencias.

No conviene engañarse, aunque parezca un baile. ¿En qué otra especie los contendientes se sonríen antes del apuñalamiento?

Sólo la ceguera justifica que preguntemos a alguien por el motivo de su llanto.

Deberían pasar cada día por televisión quince minutos —no hace falta más— de la vida cotidiana de un niño de siete u ocho años. Para no olvidar lo que importa. Para no perder el rumbo.

Guarda silencio. Tal vez así no contribuyas a la injuria.

Es casi seguro: quejarse a todas horas del cansancio lo incrementa.

Todo hombre es el extranjero de alguien, su fiscal y su sombra.

La noche escribe su verdad sobre la luz que muere.

Para ser libres sólo hay que dar esquinazo al carabinero que llevamos dentro.

¿Cómo es posible que no lloremos todos cuando llora cualquiera?

El hombre recoge virutas en el taller del tiempo y cree que son revelaciones. A veces pasa.

Si no llevas contigo la casa, vayas a donde vayas, ¿cómo te protegerás de la tormenta?

La facilidad es un peligro que no se ve venir. En cuanto uno se descuida se ha convertido en adocenamiento.

Los lobos han aprendido la lección y se dispersan.

Las heridas que no dejan cicatriz, ¿cómo se llaman?

Saber la verdad es abrir una puerta. Entrar o salir es cosa nuestra.

Cuando el día viene metido en sombras ni siquiera hay que esconderse.

Podría decirse que algunas vidas se van tejiendo en dirección contraria hasta que, contra todo pronóstico, se abrazan entre la multitud.

La felicidad es la primera sorprendida de la fiesta.

A algunas palabras conviene tenderlas al sol, a que les dé el aire.

Sólo es libre quien puede prescindir de la necesidad de imponer su criterio.

Hay conversaciones que liberan al mundo de la hojarasca que lo cubre. Cada vez menos, por desgracia. Parece que hablar se considera una perdida de tiempo. Porque no sirve, dicen, para nada.

Hay mucho diálogo “cultural” que acaba en intercambio de golpes, es lo que tiene dejar suelto tanto ego.

Todo lo que se dice, aunque parezca un repente, ha estado hirviendo en el puchero.

El náufrago le va haciendo preguntas a los astros por entretenimiento y para aferrarse a la esperanza de que no ha perdido el rumbo.

Qué pobres los que sólo persiguen la riqueza.

Bailan las hojas en el aire, cuando caen, para juntarse una vez más sobre la tierra. Como si necesitaran arroparse unas a otras para darse calor. Parecen las mismas cada año, y no lo son. Los ojos que se abisman en la contemplación del espectáculo tampoco son los que miraron por primera la belleza de aquella danza que vuelve cada año a conmovernos. ¿Se agrupan en el barro las miradas perdidas para matar el frío del olvido? ¿Se llegan a ver unas a otras por encima del tiempo, más allá de la niebla de los años?

 

Se exhibía a todas horas, sin reparo, porque no tenía ya dónde esconderse.

Con el miedo se puede ir a todas partes. Hazle hueco en el equipaje y parte hacia tu destino. ¿Qué te crees que llevan los demás en la mochila? Quizá un día te lo dejes olvidado en cualquier sitio como si fuera un par de calcetines.

Los días que no soy yo parecen diferentes.

Estaba siempre en guerra porque no soportaba la idea de rendirse.

Visto lo visto, lo raro sería no decepcionarse. Hasta que nos consuela, como siempre, una nube que pasa, una voz que regresa, la sonrisa de un niño. Cosas todas sin trampa.

El primero en darse cuenta es el corazón: cuando sube la marea conviene que las palabras adelgacen.

La felicidad de un niño se forja en lo que escucha y se afianza o se malogra en lo que ve.

Ningún arrebato destructivo, de la naturaleza o de los hombres, por violento que sea, puede extinguir el latido de la belleza que sucede a cada rato.

No dejes que se le suba demasiado la fiebre al pensamiento, dale una ducha fría cuando veas que se exalta.

Hoy en día, si le preguntas a alguien por su vida, lo más probable es que te endose el currículum creyendo que es lo mismo.

Parece que todo el mundo sabe lo que hay que hacer, aunque no sepa hacerlo.

Al sol, a media tarde, cuando entra hasta la cocina, le gustaría quedarse.

Eso del último tren es otro cuento chino, usted no desespere, le dijo el revisor con una sonrisa cómplice.

Tampoco se echó a volar el día que, de repente, se levantó sin miedo. Por mantener, más que nada, la discreción de la que siempre había hecho gala.

Qué verá de nosotros lo que siempre miramos con asombro.