Perder la razón le puede pasar a cualquiera. No hace falta volverse loco.

Nada se pierde. Las cosas cambian de sitio por aburrimiento o por despecho.

Oído en televisión: Fulano de Tal, tras una enfermedad inesperada, acabó falleciendo. Qué precisión.

Con tal de no oír el silencio, que tanto tendría que decirnos, nunca dejamos de hacer ruido.

El orgullo es la máscara de quien ya no tiene otra que ponerse.

Matemáticas. Cuando los contendientes se tiran los números a la cabeza es que el problema no tiene solución.

Era tan delicado que se rompía cada vez que alguien lo notaba.

Aunque cambiar de dirección (¿pero tú sabes lo que haces?) le parezca un error a los guardianes, marcharse puede ser un acierto.

No debería preocuparnos llegar, sino lo que vayamos encontrando mientras vamos.

Para saber guardar silencio, hay que haber escuchado, pongamos por caso, media vida.

Cuando alguien, desde una posición de poder, se rebaje a insultarte, sigue con lo que tengas entre manos.

Cuanto más a fondo penetramos en el alma ajena más cerca estamos de la propia soledad.

Detrás de la sonrisa puede haber un abismo. Acércate sin miedo, corre el riesgo.

Estar solo obliga a hacerse cargo de todo.

Los que están siempre seguros no saben a qué agarrarse cuando vienen mal dadas.

La mirada abre surcos invisibles, tiende hilos que bailan en el aire.

Hay palabras que tienden a enfadarse, lo que viene a resultar bastante cómico.

A veces me saluda un desconocido con una cordialidad abrumadora y me da por imaginar que ando de viaje.

Cuando no puedas comprar un libro nuevo, vuelve al viejo que te hizo feliz.

Nada es lo que perece. Literalmente.

La curiosidad puede llevarnos a la decepción, pero también al asombro.

Perderse en una mirada es mucho mejor que perdérsela, y más peligroso. La otra opción es la ceguera.

¿Cómo vas a ser libre si no dudas?

Cada día un silencio se hace cargo del mundo.

Cansados de esta vida, piden otra. Así cualquiera.

Algunos aforismos tienen alas.

Los gatos no acaban de fiarse de nosotros.

Consumado el atraco, el discurso del prócer no deja lugar a dudas: ya pueden bajar las manos

Dos que miran a la vez no ven lo mismo en el paisaje.

No podía creerlo: no creía.

Cuando aceptamos que nos hemos quedado inermes ante lo que nos aflige, quizá estemos dando el primer paso para diluirlo.

Eso de que los capitales se fuguen parece, literalmente, un juego de manos que sólo de tarde en tarde le sale mal a los tahures.

Absortos en el estruendo de la batalla, nunca llegaron a escuchar el murmullo de las olas, ni cuenta se dieron de la huida de los pájaros, ni siquiera tuvieron la lucidez de rendirse.

Millones de personas hacen cada día un esfuerzo de valor incalculable: levantarse por la mañana, verse de refilón en el espejo, sonreír, salir a la intemperie.

Sólo venció el miedo cuando dejó de huir.

Ve con tiento. La ambición es una tela de araña de la que casi nadie escapa.

Decir siempre la verdad es una descortesía. Hay que esperar el momento.

Hablan a gritos. Por eso no saben qué decirse cuando se hace el silencio.

De vez en cuando hay que pararse a repostar. En todo.

Lo más difícil de aprender es lo que debes hacer con lo que aprendas.

Dejaba de decir estupideces, para sorpresa de todos, cuando ya nadie le escuchaba.

En la soledad caben todos los sueños.

La muerte, en el sueño, se desvanece y pasa sin hacer daño.

La mirada, por sagaz que sea, puede confundirnos. En el abrazo veremos si la duda se resuelve.

Si consigues hacer cumbre, es importante que no te creas mejor que el día que iniciaste la subida.

No siempre es posible saber si los pasos que escuchas se acercan o se alejan.

Sólo puede alcanzarse la seguridad absoluta si renunciamos a una parte sustancial de lo que somos.

No obedezcas a pies juntillas todas las señales que encuentres en el camino. Fíate de tus pasos.

En la forma de andar se puede ver si uno escapa, si viene o va, si vuelve a casa. La pesadez del cuerpo, como la ligereza, nos delatan.

Ahora que el tiempo ha hecho, como siempre, su poda de silencio, cultivo en paz la ausencia que dejaste.

Lo que vemos es un baile de disfraces, no la realidad.

La palabra ahora se escurre entre las manos como el agua. Nadie vuelve a lavárselas en ella.

Deja tu cuenco en el balcón, al raso. Bebe por la mañana sin dejar de pensarlo: hoy es el día, hoy puede ser el día. No te obsesiones con saber lo que trae.

Como no te entiendo, te denigro. El argumento es lo de menos.

Los ignorantes viven convencidos de que son los demás los que no saben. Todos los demás. Evita ese peligro.

Si buscan tu opinión para condenar a alguien, cierra la puerta. Se trata de vendedores de seguros.

Aíslate cuando vociferen. Elige lo que escuchas.

La burla de aquellos a los que consideramos inferiores –que ya hay que tener redaños– no es humor, es mala baba.

Una de las cosas más tristes que compartimos los españoles es nuestra concepción del diálogo como una batalla. A sangre y fuego. Utilizamos las palabras como munición para ametrallar al contrario. No hay forma de escapar. Los que hacen el esfuerzo de no participar en el griterío, lo hacen con una tristeza que los partidarios de la confrontación consideran culpable.

No se guardaba las espaldas porque tenía todo el tiempo por delante. Ahora no sabe cómo arrancarse los cuchillos.

“Si no te dejas ver, no existes”, se dice como si fuera un mandamiento. A ti, por suerte, la ocupación de vivir te lleva todo el tiempo.

Cuando llegues al convencimiento de que no puedes más, equivócate de nuevo para seguir adelante.

La eternidad no tiene otro cobijo que la infancia. Sólo en ella estuvo al alcance de la mano.

Llega de pronto. Sin avisar, como una nube negra. Si andas distraído te puede arrastrar como una hoja. No opongas resistencia. Sólo espera a que amaine. En tu mesa, a medio hacer, las palabras, que son raíces que la tormenta ha dejado al descubierto, se mecen en el aire.

El talento sin disciplina acaba en humo.

No importa que parezcas tonto. Guarda un silencio radical frente a la soberbia.

Una vez abolida (legalmente) la esclavitud, ¿por qué tantos seres humanos se empecinan en reproducirla a través de toda clase de disfraces? Todo el mundo sabe que, en rigor, sólo es una cuestión formal. Cambiarle el nombre a las cosas no elimina, como por arte de magia, las consecuencias que acarrean. Hay todavía innumerables formas de esclavitud enmascaradas bajo eufemismos de todo tipo. La más visible es el consumismo compulsivo que se ha adueñado del mundo; el delirio es de tal calibre que una gran mayoría considera que ser libre es, precisamente y por encima de todo, poder comprar. Lo que sea. Lo dicen, además, en serio. Lo creen de verdad. Dejémoslo estar, ya que parece irreversible. Lo que me intriga es la pregunta que intentaba hacerme al principio: ¿cómo es posible que a los humanos les siga seduciendo la esclavitud? De sus trabajos, de sus propiedades, de su tiempo, de sus temores, de sus fobias, de otras personas, hasta de sí mismos. ¿Cómo es posible?

Al lobo le basta una mirada para reconocer a un semejante.

Hoy sólo he cruzado unas palabras con la cajera del supermercado. Me ha deseado un buen día con una sonrisa de zumo de naranja que no he podido pagarle. Hay cosas que no tienen precio.

El único milagro es la alegría. Ni dioses necesita.

Las palabras, a veces, cansadas de nosotros, convalecientes, se van con su silencio de la mano a mezclarse con los otros milagros de la vida.

Aún te guía el canto de aquel pájaro que no llegaste a ver.

Estarse quieto es una forma de rebeldía que pone de los nervios a los que nunca lo consiguen.

Tan ufano como llega, no sabe el día de hoy que mañana mismo dejará de ser protagonista.

¿No se aburre la muerte, tan pagada de sí misma?

Dale tu libertad a quien este dispuesto a recibir también tu herida, sin olvidar que no podrás renunciar a ninguna de las dos.

Tampoco el mundo cambiará su deriva irreversible hacia la desigualdad si no somos capaces de cambiar la idea de que el crecimiento sin límite tiene algún sentido. En algún momento habría que decir: detengámonos. Y darle la vuelta, claro, a todas las ideas preconcebidas que nos han traído hasta aquí.

Sólo seremos libres de verdad (y no del todo, ya que no todo depende sólo de nuestra voluntad) cuando podamos decir de esto, de aquello y de lo de más allá: no lo necesito.

Cada vez que veo a un adulto azotar a un niño porque se ha tropezado en una piedra (¿“cuántas veces te he dicho que te estés quieto?"), dejo de creer en la civilización. De nuevo.

El cielo existe aquí, todos lo contemplamos con asombro cada día. Después es otra cosa, una metáfora que muchos necesitan para no venirse abajo.

La tristeza es un sentimiento pacífico que a veces nos ayuda a despojarnos de ocupaciones superfluas.

Ponte en el lugar del otro. Escucha lo que dices. ¿Te reconoces ahora?

Quedarse en casa es una opción que casi nunca se contempla. Cuántas veces, al regresar, consideramos que hubiera sido lo mejor.

Se pasó la vida quejándose de no recibir llamadas de gente a la que no podía ni ver.

El rencor se reproduce sin descanso. Quiero decir que nunca llega a ser otra cosa. No da lugar a nada.

Así ha oscilado siempre el alma de los hombres: de vigilia en penumbra, de sueño en escondrijo.

Cuando cambies de opinión no es necesario que desprecies a los que la mantienen.

Cuando alguien levanta la voz, aunque consiga imponerse, todo lo demás se le viene abajo.

En casi todos los ámbitos de la vida, la victoria desata comportamientos digamos tribales que en otras condiciones nos avergonzarían.

Cuando todo está previsto, por extraño que parezca, las posibilidades de sorpresa se multiplican. Toda seguridad es una trampa.

No sólo cambias tú cuando te mueves de sitio. También lo que te espera, si es que llegas a tiempo, puede no ser lo mismo.

Aguza la mirada. Cada día te despides de algo sin llegar a saberlo.

Si pudieran, convertirían la eternidad, también, en un negocio.

Hay palabras que nacen de las que no se dicen.

El lenguaje nos distingue como especie, según todos los indicios. Y no digamos la charlatanería.

No es lo mismo la claridad que el deslum-bramiento.

Los que consiguen acumular riquezas sobre la explotación sistemática de otros, tachan de radical a cualquiera que plantee la simple conveniencia, en algún momento, de un reparto más equitativo. Siempre lo hacen, es su manera de razonar.

Mientras caminas sola, yo muevo el aire. Para que no te falte.

Funámbulos. Todos hemos de hacer equilibrios en el alambre para no caer. Luego están los cucañistas.

Sólo cabe ser libre desde la incertidumbre.

Hay poemas a punto siempre de caerse de las manos, como si fueran de vidrio.

“No te lo tomes como una amenaza”, se dice antes de la agresión verbal.

La gente que necesita odiar no tiene tiempo para otra cosa.

Hay cosas de hoy de las que ya no me acuerdo.

¿Para qué sirve el dinero cuando no puedes dormir, cuando te mira un niño, cuando la tierra tiembla, cuando tus manos acarician, cuando no quieres nada?

Todo el mundo, más temprano que tarde, se tiene que bajar del pedestal. Por eso resulta tan extraña la obstinación que ponen en ocuparlo.

Ni la crítica ni el elogio, por desmesurados que sean, deberían influir en tu trabajo. Lo que le da sentido es tu voluntad.

Todo lo que oímos ha sido silencio. O debería serlo.

Cada vez que te equivocas, se abre un camino. Sólo procura que no sea el del infierno.

¿Cómo vas a ser libre si te alteras porque no consigues lo que ni siquiera necesitas?

Cuidado con las cosas que dan envidia, pueden acabar dando miedo.

Está lloviendo a mares mientras lees. Dedica el resto de la tarde a escuchar con atención.

Si un poema que escribiste –como todos– desde la incertidumbre acompaña o consuela, una tarde cualquiera, puede que a miles de quilómetros, a un lector del que nunca sabrás nada, ¿cómo vas a agradecerlo?

Cuando dos egos se enfrentan, los demás podemos desentendernos e iniciar el diálogo.

Si uno de cada tres niños es pobre, a los adultos solo nos queda la vergüenza.

El malhumor echa humo. El humor revolotea.

Se escribe a la intemperie. Como tejen las arañas. Pasado el tiempo, comprobamos con alegría que son esos hilos los que sostienen nuestra vida.

Todos los días traen una caricia para el alma. Pero hay que merecerla.

Quería abarcar el mundo con su mirada y no veía lo que tenía delante.

Mañana habrá que estar atentos: se pasará volando.

Al miedo hay que tratarlo como a un enfermo imaginario. Escucha con paciencia las razones con las que se empeña en llamar tu atención. Recétale un poco de ejercicio, paseítos por la orilla, unas gotas de optimismo. Y que deje de dar la murga.

La felicidad se mueve.

Murmullos. En todo lo que retumba en el fondo de las almas late muy lentamente el rumor de lo que vive. La primera gota que cae en el jardín sin nadie, una taza de café en la madrugada, los pasos de un anciano en la casa vacía y el roce de sus dedos en los muebles antiguos, un fruto que madura antes de tiempo y se corrompe en la hierba, la mirada de un perro en la puerta del patio, el olor del geranio que inaugura los días, esa ola que llega haciéndose caricia más allá de la niebla, este rayo de sol en el suelo del cuarto, la nata en el alféizar, el dibujo de un niño que nunca se termina, el camino del bosque, el libro que escribimos entre todos meramente viviendo, la mujer compasiva que llora en la cocina mientras el agua hierve y se consume, la pereza del gato que la mira, el silencio que se adueña de las horas, la luz que se mantiene después de la derrota, el sueño leve, la música callada que escuchamos de noche. Esta mano tendida.

Cuando te mire la muerte, riega el surco en el que estabas, añade una semilla. Como si tú no la vieras.

Hay palabras que llegan a casa con su desamparo a cuestas, casi exhaustas, lo que invita a que les dejemos la puerta abierta. Por si fueran la primera piedra.

No siempre hay que buscar la verdad y la belleza en las profundidades. A veces salta a la vista, nada contra la corriente.

Entre el vacío y la grandilocuencia, la sencillez de lo que ocurre cada día, el aire que respiramos, las luces que se apagan cada noche en la aldea perdida, el río que pasa por delante de la puerta sin desvelarnos todo lo que sabe.

El lugar genuino del poeta: cualquier parte, a solas con la palpitación de las palabras.

Los que se acostumbran a ocupar el púlpito ya nunca se reconocen allá abajo, en los bancos ocupados por los feligreses. No saben qué hacer cuando se bajan.

Piénsalo bien. Decide. Puedes elegir la esclavitud.

Busca el tesoro entre las cosas humildes que le dan a tu casa el calor de la vida. Que no te deslumbre el resplandor de lo superfluo.

El alma no cierra los ojos ni siquiera cuando duerme.

Quedarse en casa puede ser una aventura.

El sonido del silencio nos acerca a la tierra. Es un abismo.

Cuidado. La estupidez es patrimonio de todos. Con humildad, los mejores consiguen evitarla. Casi siempre.

Los niños sólo necesitan un gesto para cambiar el mundo. Lo hacen a diario sin esfuerzo.

No deja de asombrar el desconcierto con que el poderoso, de tanto en tanto, recibe la condena pública por sus latrocinios. Un solo “pensamiento” ocupa su cabeza: cómo me puede estar pasando esto a mí.

Con la edad, como nosotros, también el miedo se vuelve insomne. Quizá porque intuye que las cosas han empezado a ocurrir.

Cada mañana libramos una batalla inconsciente por extraer de las cosas más sencillas el sentido de la vida, el calor que reclama el corazón. Como debe ser.

Contempla con emoción el vuelo de los pájaros. Una y mil veces. Aprende.

Perderse de vez en cuando es hallar el camino de la intimidad que nos devuelve, indemnes, a la transparencia de nuestra propia vida.

Convivir con la mayoría es un esfuerzo de consecuencias a menudo nocivas. La verdadera tarea, sin embargo, es hacerlo con uno mismo.

Los poderosos se pasan la vida haciendo cuentas. Los pobres pueden permitirse el lujo de prescindir también de esa servidumbre.

Perdida la fe, nos queda el recurso de la imaginación, que debería estar al alcance de cualquiera.

El narcisismo empieza a ser la ideología dominante de la multitud.

Distinguir el momento en que sólo necesitamos prescindir de lo que nos impide caminar.

Tirar del hilo, ese es el juego. Deshacer pasito a paso la madeja. Hacerlo con tiento para que no se rompa.

La fuente. Supongo que todo el mundo tiene sus pequeñas mitologías personales, siempre relacionadas, como es lógico, con la antigüedad de la infancia. Con más razón si ha transcurrido en algún lugar en sí mismo rodeado del misterio que la niebla infunde a todo lo que toca. Allí, entre la huerta y el mar, los “dioses”eran legión y tengo para mí que nos tenían algo de envidia, por eso se disfrazaban de humanos con tal de entrometerse como fuera en nuestros juegos. El lugar de culto que ha perdurado en mi conciencia por encima de los demás es la fuente. Supongo que no es gran cosa, pero estaba allí cuando vinimos al mundo, como el horizonte, como el camino del faro. Aunque nuevas construcciones la hayan ido arrinconando, su belleza humilde, el frescor del agua, los cuatro caños a los que nos encaramábamos para beber a morro y las docenas de veces que bajamos la cuesta (¡hay que ir a por agua!) para llenar la senlla, aquella fuente sagrada permanece incólume en el lugar más transparente de mi memoria. Y ahora, porque algunos milagros existen, también en el salvapantallas de mi portátil.

Cuesta creerlo: el paisaje se estremece ante la fidelidad de la mirada de aquel niño.

Puede que tengas razón, aunque no parece muy razonable que necesites imponérmela.

Ninguna hora más solidaria que una lectura feliz.

Cuando te ofrezcan el oro y el moro, enseña tus manos vacías.

Cuando la corrupción es el pan nuestro de cada día, hay que tener el valor moral de pasar hambre.

Esta noche el corazón ha sentido una conformidad inédita al dar por terminado el poema de los últimos días. Las hojas de la acacia, frente a mi balcón, se mecen con suavidad para hacerme llegar, por leve que sea, la caricia del aire. El mundo, por una vez, le cierra el paso a los peligros, oculta las amenazas, es amable. Salgo a su encuentro en paz. Por una vez.

¿Por qué siempre, salvo los implicados, llegamos tarde al lugar del crimen?

Soy el niño que juega en la huerta con el rastro de los caracoles. Soy el que espera a que aparezcan en la mesa de piedra, bajo la parra hinchada. Nunca dejábamos madurar las uvas. Esa secuencia íntima tantas veces repetida —el sendero de tierra, la balaustrada de granito, el nogal de los abrazos, la casa de las palomas y el aroma del naranjo— nutre mi vida cotidiana. La lluvia era testigo.

Defiende la claridad de las palabras. Aunque sea en silencio.

Sale de su casa cuando le asalta la duda de que lo sea. Se reconcilian cuando vuelve.

De vez en cuando hay que apartarse. Más que nada, para evitar que nos aplasten.

Si habéis dejado de escuchar al niño que fuisteis, ¿cómo os relacionaréis con vuestros hijos?

Qué bien se está cuando no pueden señalarte con el dedo.

El poeta espera, cada vez, el mismo deslumbramiento.

No quieras convencer a nadie de lo que ni siquiera le interesa.

Porque no tiene nada que ofrecernos, el resentimiento acaba convirtiéndose en una herida abierta.

Llegar a comprender que, a los ojos de la naturaleza, tu vida tiene el mismo valor que la del mosquito al que aplastas con el dedo o el colibrí al que contemplas fascinado. Cuida, por eso mismo, la única que te pertenece sin buscarle una trascendencia de la que carece. No especules, vive.

Lo que cae en el vacío no acaba de llegar al fondo.

Hablaba con frases hechas hasta que le perdió la pista a su propio pensamiento.

La felicidad sólo promete. La desgracia siempre cumple. Y ni siquiera avisa.

El pensamiento de hoy ha nacido con alas. He abierto la ventana y lo he visto volar con la primera luz del día.

Asómate a los otros con cuidado. También ellos conviven con su propio abismo.

Se veía en tus ojos lo que veías en los míos. Quizá tembláramos por eso.

Si te has perdido cuando buscabas el camino, aprovéchalo y explora.

Llorar es cuando el río desemboca. No siempre llegamos a conocer el manantial en el que nace.

El dolor de huesos nos recuerda que sólo nos sostiene el esqueleto.

El viaje ha sido largo. Antes de cruzar el puente, siéntate a mirar la luna. Quizá desde la otra orilla no puedas verle la cara.

Los árboles, en otoño, se van muriendo de frío. En primavera se abanican.

Se trata de pensar, no de hacerse a la idea.

Mi cuerpo se ha quedado atrapado en su propia órbita mientras el tuyo, incansable, gira sobre sí mismo.

La belleza arraiga con la lentitud de las raíces. Lo que nosotros contemplamos es la estela siempre un poco borrosa de algo que está pasando.

Deja la puerta abierta. La poesía va y viene, entra y sale sin llamar.

En tus manos está, se dijo el asesino unos minutos antes del crimen.

En los sueños podemos hacer cualquier cosa sin preocuparnos de las consecuencias. Siempre, claro está, que no nos despertemos con las armas en la mano.

Hay personas que vienen al mundo con una gracia especial. Se percibe, sobre todo, en sus movimientos. La pierden cuando empiezan a creérselo. Por eso es mejor limitarse a contemplarlas en silencio.

Se olvidaba a diario de lo que había hecho, una veces para repetirlo y otros para vivir sin remordimiento.

Se puede vivir lejos del mar sin dejar de verlo nunca.

La tontería es un bien común. Nadie está a salvo. La alimentan a diario los que se creen inmunes.

Dame tu opinión, a ser posible, sin que parezca una orden.

Guardar silencio también es dialogar, salvo que te lo exijan.

Los insomnes ven en la oscuridad. Sonríen al amanecer para distinguir el día de la noche.

Casi nunca nos damos cuenta de lo que desaparece.

En la vida todo pende de un hilo. Lo que nos cuesta ver son los cuchillos.

Recibe la felicidad que no esperabas a sabiendas de que es un espejismo. Como la tierra seca la lluvia del verano.

De los caminos que no llevan a ningún sitio, si nos damos la vuelta a tiempo, se vuelve fortalecido. Aunque sólo sea por la caminata.

Las heridas de la ausencia, cuando no se ven, crecen. Como las raíces.

Cualquier árbol puede ser el corazón del bosque.

Cultivar el odio es cumplir, voluntariamente, la peor de las condenas: cadena perpetua.

No concederle al miedo más espacio que al hecho de estar vivo.

Sólo eres tú misma en el pasadizo de los sueños. Donde te encuentro cada noche.

El viento no sólo se lleva las palabras, como asegura el dicho. Las puede devolver como cascotes.

A veces abro con el temor de no reconocer mi casa detrás de puerta.

No deja de ser una suerte estar de paso. A ver quién es el guapo que aguanta otra vez determinadas cosas. Incluso de uno mismo.

Demasiado ruido en todas partes. Quédate en casa, adéntrate en el bosque, habla con los que fuiste, escucha en paz a los que se marcharon.

Ser el viento y la piedra, el sol y la semilla, la mano y la caricia, la isla y el mar que la rodea. La luz y la mirada.

No importa la edad que tengas. Para entender a un niño has de agacharte.

Cuanto más te disfraces, más fácil será que se te vea la hilacha. Déjate ver, a campo abierto todos somos un puntito en el paisaje.

En lo más profundo del bosque, detenerse a descansar en una rama frágil. Para seguir en vuelo.

¿Se puede soñar un mundo en el que primara la ternura o hemos agotado ya cualquier posibilidad?

La verdad no se está quieta.

Hay miradas que no desaparecen. Sólo dejan, al irse, una bruma invisible en la mirada propia.

Escucha siempre lo que tengan que decir aquellos que se ganaron tu confianza. Luego medita en silencio y sé leal contigo mismo.

Lo que los ojos oculten cuando te miran, búscalo en la mirada cuando se desvía.

Ganes o pierdas, no hagas alardes. Todo es un juego.

Mira bien a quién encumbras. Una vez en el púlpito, no hay manera de bajarlos.

Cuando la noche se adueña de los cuerpos, también desnuda el alma de los que no pueden conciliar el sueño.

Todas las olas mueren en la orilla, pero algunas son inolvidables.

Cuánto apoyo le debemos a la mesa.

Cuando yo mismo no entiendo mi letra, sé que he perdido el rumbo. Entonces tacho lo escrito y tomo otro camino.

¿Se hace la oscuridad? En ese momento, ¿se deshace la luz o solamente se apaga hasta mañana? Lo que está comprobado es que hay cosas que sólo se aclaran cuando de verdad la oscuridad lo ocupa todo.

En estos tiempos, quizá como en todos, la bondad es el auténtico lujo que sólo pueden permitirse los mejores.

Cuando se produce una catástrofe general, mientras las víctimas deambulan desorientadas y sollozan sin consuelo posible, los depredadores se frotan las manos, preparan el equipaje y echan cuentas.

He tenido suerte, después de todo: no siempre tengo miedo.

El tiempo nunca desespera.

La casa se encarga de que no me pierda.

El miedo –bajaba con la lluvia por la calle en cuesta– es una de las cosas que vienen de la infancia. La otra es el viento de la vida que se lo lleva en volandas. Súbete a ese caballo.

La luz se queda inmóvil un instante en una esquina de la mesa para alegrarte el día.

Llegar a viejo, si uno es tonto de baba, no hace más sabio a nadie.  Sólo enseña, a los más atentos, que va quedando poco que decir.

De vez en cuando huimos para que den con nosotros.

Le dijeron que se había secado muchos años atrás, que no quedaba nadie a quien llevársela, pero siguió sacando agua del pozo.

A lo mejor es hoy cuando te levantas sin la máscara. Que no te asuste la imagen que el espejo de te devuelva.

Las voces cordiales no desaparecen. Sólo hay que cerrar los ojos para volver a escucharlas.

Para que el silencio de frutos hay que cultivarlo.

Hay recuerdos que no dejan de crecer, como si no hubieran llegado a suceder del todo. La mayoría van perdiendo su brillo hasta dejar de serlo.

Después de mucho andar, encuentras entre la gente, como caído del cielo, el verso que se te resistía en casa. Como suele suceder, es de una sencillez conmovedora, preciso como una cuchillada. Te lo llevas apretado debajo de la piel. Aunque lo anotes en el cuaderno, sabes que le pertenece a quien lo ha dejado caer como si nada al pasar a tu lado. Tu único mérito es haberlo recogido antes de que se lo llevara el vendaval.

Ni se le ocurre pensar. Le basta con imponerse.

De vez en cuando, qué vértigo, nos encontramos con el que íbamos a ser.

Como los gatos, que no pueden evitar asomarse al abismo (es verdad que con extremada cautela), podemos sentir una atracción irresistible hacia algo o alguien que nuestra sensibilidad rechaza sin paliativos. Se trata de una contradicción que no hay manera de explicar, sólo cabe constatar la inquietud que nos provoca descubrir que somos también otro a quien no podemos entender.

Si Mahoma no va a la montaña, la montaña ni se inmuta.

La ventaja de desprenderse de algunas cosas es que no habrá que defenderlas.

El que escribe y el que vive, aunque sean la misma persona, se desmienten a diario. Como si fueran dos vecinos del mismo barrio que evitan saludarse, desconfiados y distantes sin saber muy bien por qué.

No vale de mucho empecinarse en seducir a la felicidad, es ella la que elige. Todo lo que podemos hacer es entornar la puerta.

Se les ve muy satisfechos del avance: han conseguido sustituir la guerra por la economía.

En pocas palabras: la tecnología es una bendición. La uso a diario, como todos, y me saca a menudo de pequeños y peligrosos pozos negros. Así que bienvenida sea. Pero también es, a poco que nos descuidamos, un peso, una muralla que nos separa de la vida. Me pregunto cuánto tiempo (¿unas horas?, ¿día y medio?) podríamos vivir sin las muletas de tanto juguetito. Y si podríamos hacerlo con naturalidad. La respuesta me sobrecoge un poco.

“Amar al prójimo” es una abstracción sin contenido. ¿A todos a la vez o en pequeñas tandas, como en un dispensario? ¿Con cita previa o por urgencias? Bastaría con entenderse de vez en cuando con este o aquel. Y siempre de uno en uno.

Sólo existe lo que admite siempre otra pregunta, lo que todavía nos asombra.

Antes me preocupaba no recordar lo que había leído unos días atrás. Como si me pareciera una traición o me acechara una enfermedad. Luego me daba cuenta de que no era exactamente así, arraigaba lo que tenía que arraigar, y se desarrollaba a su ritmo. Ahora me parece bien, porque lo que me importa, sencillamente, es disfrutar de la lectura. Nada más. Siempre puede uno volver, si lo ha olvidado, a lo que le hizo feliz. Como pasear de nuevo por las playas de la niñez.

Se puede tardar una eternidad en salir de las trampas que sólo se llegan a ver cuando se cae en ellas.

Pensar es no pensar siempre lo mismo.