No
es sencillo combatir el patrón de lo que se supone ha de ser el
comportamiento masculino: dotes de mando, personalidad “fuerte”,
firmeza en el dolor, apariencia de seguridad, gesto hosco, mirada de
hierro, ambición desmedida, disimulo de la ternura, preocupaciones
trascendentales. Zarandajas. ¿Por qué no puede un hombre ser
dubitativo, despreciar el poder, buscar abrigo en las cosas pequeñas,
encontrar la señal más clara de la felicidad en una caricia, en el
silencio o en un momento de serenidad, cuando la tarde se va
desmoronando sin defensas? ¿Por qué no puede, sencillamente y sin
saber por qué, tener ganas de llorar?