viernes, 1 de enero de 2016

Ida y vuelta. Hace ya muchos años que entraba a oscuras en el cuarto (no en vano había sido también el mío durante nuestra vida en común) y me acercaba a la cama sin hacer el menor ruido, con el sigilo de los gatos. Acurrucado bajo las sábanas, la abrazaba durante toda la noche, inmóvil contra su cuerpo tibio para no despertarla. Aunque ella no recordaba nada a la mañana siguiente, sé que la hacía feliz. Lo sé por la claridad de su sonrisa en la penumbra y por los murmullos que emitía. Casi ronroneaba. Hasta aquella noche aciaga en que me despojé, con la ropa, de la realidad. El exceso de confianza acarrea estos peligros: me quedé profundamente dormido y comprendí, al despertar, que el viudo era yo. Y la mujer el sueño.

(A mi hermano Charlie, naturalmente)