Ida
y vuelta.
Hace ya muchos años que entraba a oscuras en el cuarto (no en vano
había sido también el mío durante nuestra vida en común) y me
acercaba a la cama sin hacer el menor ruido, con el sigilo de los
gatos. Acurrucado bajo las sábanas, la abrazaba durante toda la
noche, inmóvil contra su cuerpo tibio para no despertarla. Aunque
ella no recordaba nada a la mañana siguiente, sé que la hacía
feliz. Lo sé por la claridad de su sonrisa en la penumbra y por los murmullos que
emitía. Casi ronroneaba. Hasta aquella noche aciaga en que me
despojé, con la ropa, de la realidad. El exceso de confianza acarrea estos peligros: me quedé profundamente
dormido y comprendí, al despertar, que el viudo era yo. Y la mujer
el sueño.
(A mi hermano Charlie, naturalmente)