jueves, 3 de septiembre de 2015

Como hojas de otoño, han caído a mis pies. 65. A cholón. Podía no escribir más, puesto que esas pocas palabras contienen un relato de mil páginas, o quizá mil relatos sin un final definido, pero voy a celebrar el día rellenando este párrafo con algunas cosas que contribuyen a colmar, y quizá a contradecir, los nubarrones de sombra que a veces se ciernen sobre el corazón de un hombre solo. Una buena amiga me lo repetía a menudo: eres un tipo con suerte. Hoy, sin que sirva de precedente, voy a darle la razón: tengo a mano la música de Mozart, un puñado de fotos que me hablan desde todos los rincones de la casa, algunas cicatrices serias en el cuerpo e innumerables en el alma (las mismas que cualquier hombre común), un flexo antiguo de película de cine negro que ilumina los rasgos indecisos de mi letra, la dulce enfermedad del mar como un pitido en el pecho, insomnio intermitente, la costumbre de caminar hasta casi acariciar el horizonte, miedo a raudales, nostalgia y un cierto sentimiento de inadaptación general que no siempre es amarga, la melodía un poco torpe de docenas de poemas –que no llegan a ver la luz– en la punta de los dedos, unos cuantos amigos que no siempre están cerca, varias alergias físicas y alguna metafísica que por lo general se manifiesta cuando la tarde languidece y renacen las sombras, demasiados libros para tanta ignorancia, la voz de mi padre y su aliento silencioso cerquita de mi oído izquierdo, una pitillera de cartón fabricada con mis propias manos y un lindo cenicero marroquí, recuerdos dolorosos que riego con paciencia para que no se mustien, cuatro palabras indecisas que me sostienen en la oscuridad (niebla, silencio, belleza, desnudez; o estas otras, más apretadas, más carnales: luz, piel, sed, mar), un ejército de personajes sin destino en los pasadizos de la imaginación, desarrapados y confusos como si fueran humanos, varios olores inolvidables en las manos y ningún vestigio de rencor en el corazón, una planta en la terraza que es el espíritu vivo de mi padre, ansiedad –también, también la del bolero–, una huerta en la memoria, artrosis, una incapacidad radical para entender la intolerancia, varias carpetas llenas de perplejidad y garabatos sin rumbo, una risa a flor de piel incluso en el corazón de la desgracia, cansancio, una necesidad perentoria de que me toquen, música hasta debajo de las uñas, fobia por fortuna incurable a la solemnidad, un trenecito de madera y flores secas en un jarrón de vidrio, un unicornio, varios sueños recurrentes (vivo en el mar desde los quince años sin tocar nunca tierra; soy carpintero y construyo mi casa a lo largo de toda la vida, la construyo en el aire; me oigo llamar por un nombre que no recuerdo), una invencible propensión al enamoramiento y algunos nombres grabados a fuego en los meandros más escondidos de las venas, ruidos extraños dentro de la cabeza, muchas horas de silencio, dudas para subastar a la baja en el mercado, una tenacidad siempre tambaleante, una hija en cuya mirada encuentro mi camino, una piel que se deshace como un pétalo aunque no la rocen y arde como la paja si lo hacen, miopía, deseo, ganas de huir una vez por semana, imágenes borrosas, frío, una lupa para espiar los sueños, una casa en la memoria a la que no he llegado nunca, la raíz de una esperanza enredada con mimo entre los dedos de mi mano izquierda, no se vaya a quebrar. A estas alturas del partido, no vamos a cambiar la apuesta: impar y rojo.