Mi
espíritu es volátil como uno de esos insectos que se golpean,
ebrios, contra las bombillas del techo como si buscaran el origen
mismo de la luz. Nació poco dispuesto para el disfrute de la
grandeza: se le atragantan las majestuosas catedrales (prefiere
recluirse en el frescor humilde de las pequeñas ermitas de las
aldeas), le cansan las grandes sinfonías (apetece más a menudo el
bocado breve de una sonata para violín o los Impromptus de
Schubert), le intimidan los cerrados sistemas filosóficos, el
pensamiento puro (es más proclive a la obra fragmentaria de
pensadores “poéticos”, que van al grano, a veces con apuntes de
cuatro líneas que lo desvelan todo). Es anárquico y variable.
Curioso más que ávido. Perseguidor, más que del paisaje cegador de
una verdad definitiva, de un lugar cálido donde reconocer el latido
de los enigmas invisibles que nos rodean, una franja de luz en el
suelo de la habitación, el trabajo tenaz de una arañita en su
rincón, el soplo leve de unas palabras a media voz para avivar el
fuego de la vida.