Inventario.
La mano que se atreva a explorar el bolso que ellas acarrean, como si
tal cosa, a todas partes, tropezará, antes o después, con dos o
tres capuchas de bolígrafo, un paquete de alcayatas, un mechero con
una inscripción indescifrable, cartas de amor casi ilegibles, un
llavero en forma de pájaro tropical, botones de varios tamaños, el
aroma del mar, un estuche para la manicura, fotografías absortas en
el tiempo, las iniciales en carne viva de un pañuelo, las canicas de
un sobrino, la tapadera de una trampa, algunas monedas del último
viaje a Portugal, el envoltorio de un caramelo, un búho de oro en
miniatura, una libreta llena de secretos, la música de un fado
atrapada en un pespunte, el cerco de una lágrima, una cajita de
nácar sin sortija, el rastro de un silencio que ha cumplido diez
años, el relincho de un caballo entre la niebla, un sello de
correos, una entrada de cine de la fila trece, el verso más triste
de Rainer María Rilke, un carrete de hilo, un frasco diminuto de
perfume, briznas de tabaco, azucarillos, la canción desesperada, un
abanico con las varillas sueltas, el plano casi ilegible del tesoro,
el nombre de un paraje desconocido, la luz del faro, el cascabel que
nadie se atrevió a ponerle al gato, lápiz de ojos, la dirección de
una peluquería en el Barrio Sur de Montevideo, una lima de cartón,
un sueño.