El
paisaje determina alguno de los rasgos que conforman nuestro
temperamento. No sólo el que más a menudo nos rodea, también el
que un día perdimos. No somos la misma persona cuando llueve que
cuando la brisa acaricia los cuerpos tendidos en la arena o cuando el
sol resalta la luz que dormía acobardada en los rincones. No me
cuesta creer que también el paisaje nos recuerda: un puerto
solitario entre la niebla, el portalón desvencijado de una casa, una
calle mal iluminada en el barrio más pobre de una ciudad cansada, el
verdín en el muro de piedra de un convento, el acero herrumbroso de
una fábrica cerrada, un río debajo del balcón donde nos asomamos
una tarde, un bosque, la claridad hiriente de un desierto, el caño
de una fuente. En los campesinos es notorio, como en los hijos de la
mar: lo llevan en la cara.