jueves, 4 de abril de 2019

Cuando miramos durante mucho rato algo que nos conmueve (el mar, por ejemplo, siempre el mismo y sin embargo inabarcable; un camino del que no presentimos el final; un cuerpo dormido; el crecimiento lentísimo del árbol que plantamos un poco temerosos de que no llegara a arraigar), si soportamos la intensidad y dejamos de pensar en todo lo demás, la transmisión se producirá con naturalidad. Ya no somos dos entes enfrentados, no soy yo absorto en la inmensidad de lo que miro, sino el mar, el camino interminable, el cuerpo, la savia misma del árbol. No los hago míos, me pierdo en ellos. Me encuentro, quiero decir.