Cuando
miramos durante mucho rato algo que nos conmueve (el mar, por
ejemplo, siempre el mismo y sin embargo inabarcable; un camino del
que no presentimos el final; un cuerpo dormido; el crecimiento
lentísimo del árbol que plantamos un poco temerosos de que no
llegara a arraigar), si soportamos la intensidad y dejamos de pensar
en todo lo demás, la transmisión se producirá con naturalidad. Ya
no somos dos entes enfrentados, no soy yo absorto en la inmensidad de
lo que miro, sino el mar, el camino interminable, el cuerpo, la savia
misma del árbol. No los hago míos,
me pierdo en ellos. Me encuentro, quiero decir.