El encuentro. El roce fortuito de la falda o la cadera de una mujer hermosa, el halo de embriaguez o de sueño con que impregnan el aire cuando pasan, la naturalidad terrible de los gestos que trazan sin conciencia de que son como el desvelamiento fugaz de un misterio ancestral, el destello más fiel de la belleza, hacen más soportable el camino a la gente como tú. Las miras, a veces, con un principio débil de esperanza. Alguna te devuelve esa mirada sin hipócrita disimulo, como quien dice aquí me tienes, mueve ficha; otra la acompaña con una sonrisa de acuerdo, acaso imaginaria, que promete el cielo. Luego, porque llega el metro a su estación o a la tuya, porque ha pagado ya los libros que ha venido a comprar en el mismo momento que lo haces tú –te anima esa coincidencia– o porque llueve afuera, desaparece sin dejar rastro. Deseas, con el corazón henchido de gratitud, que ella tampoco lo lamente.