Camino
siempre algo distraído, así que se ha vuelto tan fastidioso como
normal que algún conductor –¡hay
que ver cómo
se irritan!–
me toque el claxon. Quiero decir las narices. También, en días de
lluvia, algún otro me ha empapado de arriba abajo al meter la rueda
en el charco como quien entra a matar al volapié. Debería poner más
cuidado, lo sé: no los veo venir. Por precaución, eso sí, he ido
adoptado la costumbre de cambiarme de acera de vez en cuando. Por
nada en especial, ni me persigue nadie ni protagonizo ninguna de esas
aventuras emocionantes que la gente se inventa o dice que le pasan.
Tampoco creo que vaya a eludir las embestidas de los automóviles. Sólo se trata, más allá de los peligros reales o fingidos que
pueda correr, de verme venir a mí mismo. Qué menos.