lunes, 3 de septiembre de 2018

Nunca se apagan las luces que nos enviaba el mar, tan próximo, en aquella infancia feliz, donde el asombro diario se nos metía en tromba por la ventana y podíamos compartirlo, entre peleas y juegos, entre alegrías y temores, como un regalo diario de los dioses. La casa sucumbió al peso del tiempo, es verdad, pero no se puede olvidar lo que es eterno. Ese candil, ahora, es bueno para subir la cuesta final.