Nunca
se apagan las luces que nos enviaba el mar, tan próximo, en aquella
infancia feliz, donde el asombro diario se nos metía en tromba por
la ventana y podíamos compartirlo, entre peleas y juegos, entre
alegrías y temores, como un regalo diario de los dioses. La casa
sucumbió al peso del tiempo, es verdad, pero no se puede olvidar lo
que es eterno. Ese candil, ahora, es bueno para subir la cuesta
final.