viernes, 10 de agosto de 2018

La casa verdadera, la única que nunca he dejado de considerar mía, es aquella, inmortal, que ya no existe. La luna y yo la contemplamos, indemne, cada día. El despacho del abuelo con su ventana a la calle, el suelo ajedrezado de la cocina, el crujido de las escaleras, el olor de las mazorcas y las manzanas recién traídas de la huerta, la humedad de las sábanas en las noches frías, la luz filtrándose en la galería, la puerta de atrás que daba al lavadero, las voces de todos que todavía resuenan. Nada de eso muere mientras yo necesite refugiarme entre sus paredes, mientras yo pueda entrar en ella sin llamar.