La
casa verdadera, la única que nunca he dejado de considerar mía, es
aquella, inmortal, que ya no existe. La luna y yo la contemplamos,
indemne, cada día. El despacho del abuelo con su ventana a la calle,
el suelo ajedrezado de la cocina, el crujido de las escaleras, el
olor de las mazorcas y las manzanas recién traídas de la huerta, la
humedad de las sábanas en las noches frías, la luz filtrándose en
la galería, la puerta de atrás que daba al lavadero, las voces de
todos que todavía resuenan. Nada de eso muere mientras yo necesite
refugiarme entre sus paredes, mientras yo pueda entrar en ella sin
llamar.