La
realidad, con esa cara de acelga que casi siempre luce, severa y
amargada como una gobernanta de internado, se empeña una y otra vez
en conspirar contra la alegría, como si no se diera cuenta de que no
la necesita, de que la humilde alegría se manifiesta libremente en
el corazón de sus acólitos y no pide permiso para ser.