Legítima
defensa.
Aquella noche, para hacer frente de una maldita vez al insomnio que
arrastraba desde hacía demasiado tiempo, tomó la decisión de no
rendirse y se acurrucó bajo el edredón dispuesto a luchar con
entereza contra los fantasmas que encontraban siempre, burlándose
descaradamente de su miedo, nuevas formas de amenaza. Hoy no, se
decía. Ya podían clavarle en el corazón las siete estacas que cada
noche afilaban con esmero, corromper el aire con el fétido azufre de
sus alientos, torturarlo con el estruendo de sus carcajadas. Esta vez
no. No iba a hacer el itinerario absurdo de cada noche: enfundarse a
tientas las zapatillas de fieltro (¿por qué nunca tomaba la
precaución de encender la lamparita enganchada en la cabecera de la
cama?), abrigarse con la bata que le regaló Carmina, apoyarse en las
paredes del pasillo hasta alcanzar la cocina, calentar el agua en la
cazuela, soplar durante un minuto la infusión antes de sentarse a
beberla a pequeños sorbos frente al ordenador. Puede considerarse
que la lucha fue heroica, pero lo consiguió. Permaneció las siete
interminables horas tendido en la oscuridad, inmóvil, agarrándose
con fuerza a cada clavo ardiendo para repetir los socorridos mantras
de que tantas veces se había valido: los versos inmortales de San
Juan de la Cruz (y
sé que toda luz de ella es venida),
los nombres de sus antepasados de las cuatro últimas generaciones,
la alineación de la selección española que hizo el moñas en el
Mundial del 82, los besos que no llegaron a darle. Qué se yo. Lo
importante, por una vez, es que aguantó. Cuando la casa, con una
lentitud desesperante, desgranaba la penumbra, se irguió con un
cansancio de mármol en las extremidades y una sonrisa beatífica en
los labios. Se le borró de golpe cuando leyó en la última página
del archivo Borradores
el texto
íntegro que se disponía a escribir. Estas palabras inútiles contra
la oscuridad de una mala noche.