jueves, 28 de febrero de 2019

Legítima defensa. Aquella noche, para hacer frente de una maldita vez al insomnio que arrastraba desde hacía demasiado tiempo, tomó la decisión de no rendirse y se acurrucó bajo el edredón dispuesto a luchar con entereza contra los fantasmas que encontraban siempre, burlándose descaradamente de su miedo, nuevas formas de amenaza. Hoy no, se decía. Ya podían clavarle en el corazón las siete estacas que cada noche afilaban con esmero, corromper el aire con el fétido azufre de sus alientos, torturarlo con el estruendo de sus carcajadas. Esta vez no. No iba a hacer el itinerario absurdo de cada noche: enfundarse a tientas las zapatillas de fieltro (¿por qué nunca tomaba la precaución de encender la lamparita enganchada en la cabecera de la cama?), abrigarse con la bata que le regaló Carmina, apoyarse en las paredes del pasillo hasta alcanzar la cocina, calentar el agua en la cazuela, soplar durante un minuto la infusión antes de sentarse a beberla a pequeños sorbos frente al ordenador. Puede considerarse que la lucha fue heroica, pero lo consiguió. Permaneció las siete interminables horas tendido en la oscuridad, inmóvil, agarrándose con fuerza a cada clavo ardiendo para repetir los socorridos mantras de que tantas veces se había valido: los versos inmortales de San Juan de la Cruz (y sé que toda luz de ella es venida), los nombres de sus antepasados de las cuatro últimas generaciones, la alineación de la selección española que hizo el moñas en el Mundial del 82, los besos que no llegaron a darle. Qué se yo. Lo importante, por una vez, es que aguantó. Cuando la casa, con una lentitud desesperante, desgranaba la penumbra, se irguió con un cansancio de mármol en las extremidades y una sonrisa beatífica en los labios. Se le borró de golpe cuando leyó en la última página del archivo Borradores el texto íntegro que se disponía a escribir. Estas palabras inútiles contra la oscuridad de una mala noche.