La
santa lluvia.
Un homiño
de mi pueblo se hizo célebre cuando lo abandonó su colombiana.
Incapaz de soportarlo, tomó la decisión de suicidarse, más que
nada por seguir la tradición, pero tuvo la mala suerte de que esa
tarde llovía sin misericordia. Es bien sabido, vaya por Dios, que
nunca lo hace a gusto de todos. Ni siquiera esa contingencia arredró
al desesperado. Volvió a casa rosmando, agarró el paraguas, salió
hecho un basilisco y se dirigió a grandes zancadas al muelle con la
intencion de arrojarse al agua.¡Que
o mar me leve, que o mar me leve e que me cubran as tebras!,
repetía sin consuelo. Mientras iba y venía hubo tiempo de sobra
para que se corriera la voz, y allá marchaba, tambaleante y a saltos
como una peonza, hacia la negra oscuridad del mar, todo ello bajo la
protección (es un decir) del exiguo paraguas que, mira por dónde,
pertenecía a su mujer. También dio tiempo a que una recua de
cativos fuera tras él acompáñandole en la cantarola, entre bromas
y veras, como si se tratara de un coro griego: non
o fagas, badulaque, vai a dormila; non che tires, Cipriano, que vai
fría e hai máis mulleres que cirios; ¿vaste perder a festa?, ¿e
qué facemos co viño?
Todavía corre el cuento en las tabernas. Entre la compasión, la
solidaridad y la burla. Él mismo le da vida, melancólico y risueño,
aferrado a su vaso como a mástil de proa en noche de tormenta.