miércoles, 12 de diciembre de 2018

La santa lluvia. Un homiño de mi pueblo se hizo célebre cuando lo abandonó su colombiana. Incapaz de soportarlo, tomó la decisión de suicidarse, más que nada por seguir la tradición, pero tuvo la mala suerte de que esa tarde llovía sin misericordia. Es bien sabido, vaya por Dios, que nunca lo hace a gusto de todos. Ni siquiera esa contingencia arredró al desesperado. Volvió a casa rosmando, agarró el paraguas, salió hecho un basilisco y se dirigió a grandes zancadas al muelle con la intencion de arrojarse al agua.¡Que o mar me leve, que o mar me leve e que me cubran as tebras!, repetía sin consuelo. Mientras iba y venía hubo tiempo de sobra para que se corriera la voz, y allá marchaba, tambaleante y a saltos como una peonza, hacia la negra oscuridad del mar, todo ello bajo la protección (es un decir) del exiguo paraguas que, mira por dónde, pertenecía a su mujer. También dio tiempo a que una recua de cativos fuera tras él acompáñandole en la cantarola, entre bromas y veras, como si se tratara de un coro griego: non o fagas, badulaque, vai a dormila; non che tires, Cipriano, que vai fría e hai máis mulleres que cirios; ¿vaste perder a festa?, ¿e qué facemos co viño? Todavía corre el cuento en las tabernas. Entre la compasión, la solidaridad y la burla. Él mismo le da vida, melancólico y risueño, aferrado a su vaso como a mástil de proa en noche de tormenta.