¿Qué
fuego arrasaba el alma de ese hombre que pide a la mujer a la que
acaba de violar ayuda para acabar de una vez con su propia vida?
¿Cómo se explica que alguien que desea matarse ejecute una última
vez la acción horrorosa que le impulsa a ello? ¿O sólo ha sido un
impulso de última hora, asqueado de sí mismo tras perpetrar la
felonía? Quizá con esa última hazaña intentaba demostrar que no
tenía otra salida, declararse culpable, liberar al mundo de un
último gesto de piedad que no se atreve a merecer. La chiquilla, una
pastora que después de sufrir la agresión, cuando el desesperado le
pide ayuda para trenzar la soga, le ruega llena de espanto que la
cuelgue en un lugar descubierto, donde los suyos puedan hallarla con
facilidad. ¿Qué sintió cuando pudo entender que ya no le iba a
hacer más daño (“sólo quiero que me ayudes, luego puedes irte”),
¿se recuperará del horror de la violación con el horror infinito
de haber sido elegida como cómplice de la muerte? ¿Se sentirá
culpable? ¿Le cruzó por la mente una ráfaga de alegría o sólo de
terror? ¿Piedad, tuvo piedad? ¿Qué podemos sentir nosotros salvo
la devastación de una rabia inútil y un desconcierto sin límites?
El hombre vivía en un lugar de la costa donde nadie lo conocía,
quién sabe si para evitar la reprobación de sus paisanos o en un
último intento de ocultarse de sí mismo. Ha sido enterrado en un
lugar maldito del cementerio municipal, sin la asistencia de
familiares ni vecinos.