¿Y
si la heroicidad y la cobardía dependieran estrictamente del azar? A
todos nos llega el momento de ser héroes o cobardes, siempre durante
un corto espacio de tiempo –un día, unas horas, unos minutos– y
sin que en la elección de uno u otro camino influya otra cosa que el
impulso que en ese momento nos arrebate, que a su vez depende del
estado en que se encuentre nuestro ánimo. Así que lo más
procedente es no hacer juicios sumarísimos y reflexionar un poco
sobre el comportamiento de las personas. Sin excluir el propio,
naturalmente. ¿Quién establece la frontera entre la poquedad de
ánimo y la prudencia, entre el heroísmo y la estupidez? ¿Se mide
con la misma vara en todos los casos, sin considerar las
circunstancias, la edad, la fortaleza o el desamparo, la
fanfarronería o la delicadeza moral, la desdicha o la felicidad por
la que el protagonista pasa en ese preciso momento? Los “valientes”
gozan a menudo de una ventaja nada despreciable: van armados o están
cerca de alguna forma de poder. Nadie puede ser un héroe a tiempo
completo, salvo que fuera un santo o un semidiós; nadie tampoco es
cobarde en esencia,
en cada pensamiento o acción de su vida, salvo que se trate de un
miserable. No es valiente el poderoso porque vaya a caballo, ni
cobarde el súbdito porque incline la cabeza al paso de la comitiva.
Sólo pretende que no se la rebanen. Para hacer un juicio objetivo
habría que ver a esos dos con los papeles cambiados. Aunque sólo
fuera un rato.