jueves, 3 de agosto de 2017

Hay una forma silenciosa de compartir la vida de los otros. No el bullicio de la multitud, ese río furioso que parece querer arrastrarnos a todos, sino el gesto único de quien va concentrado en sí mismo, atento sólo a lo que le ocurre por dentro aunque camine abstraído o sonría sin darse cuenta o escuche a quien lleva al lado. De tanto en tanto, acarrea uno a casa un fragmento de esas vidas todavía calentito, como si fuera una barra de pan para la cena. No deja de ser, a menudo, para quien está acostumbrado a captar esa fugacidad, un regalo valioso, una forma discreta de la felicidad, una manera también sencilla de estar en el mundo.