Hay
una forma silenciosa de compartir la vida de los otros. No el
bullicio de la multitud, ese río furioso que parece querer
arrastrarnos a todos, sino el gesto único de quien va concentrado en
sí mismo, atento sólo a lo que le ocurre por dentro aunque camine
abstraído o sonría sin darse cuenta o escuche a quien lleva al
lado. De tanto en tanto, acarrea uno a casa un fragmento de esas
vidas todavía calentito, como si fuera una barra de pan para la
cena. No deja de ser, a menudo, para quien está acostumbrado a
captar esa fugacidad, un regalo valioso, una forma discreta de la
felicidad, una manera también sencilla de estar en el mundo.