Que
un tipo que dice que las mujeres deben ganar menos porque son más
pequeñas, más frágiles y menos inteligentes pueda sentarse en el
parlamento europeo sin que se produzca un terremoto a escala
universal no sólo es deprimente, sino un síntoma de que el avance
de la humanidad, más allá de la proliferación de juguetitos
electrónicos c0n que nos tienen a todos entretenidos, es cuando
menos dudoso. Indigna, asquea, desmoraliza. Ese homínido debería,
como poco, quedarse mudo para el resto de sus días y no poder
acercarse jamás a menos de quinientos metros de una sola mujer. Ni
la suya, si la tiene, merece ese castigo. Puede que sea fuerte
–aunque
habría que ver si soportaba las múltiples tareas que millones de
mujeres realizan cada día para descerebrados como él–,
pero su inteligencia es más que primitiva, carece de ella, no ha
llegado a desarrollarse. Desmoraliza, sobre todo, porque nos lleva a
meditar acerca de cuántos otros, en los gobiernos, en las empresas,
en las universidades, en las casas (¡qué horror!), piensan –y
actúan, eso es lo que produce pánico–
exactamente como él. Lo menos que uno querría es salirse de la
fila, cambiar de sexo, pertenecer a otra especie. Casi no haber
nacido.