lunes, 16 de enero de 2017

Nunca sabemos en qué momento fue sembrada en nosotros la semilla que de pronto brota en un poema. Tampoco reconocemos la mano que regó la tierra. Por eso, al escribir, somos niños que desatan el regalo nerviosos y llenos de emoción. Lo que a veces me conmueve es intuir que en algún rincón, muy adentro, hay algo así como grumos infinitesimales, balbuceos que nunca llegarán a aflorar. Quizá entre ellos se agita el verso que, más que ninguno, querríamos escribir.