Nunca
sabemos en qué momento fue sembrada en nosotros la semilla que de
pronto brota en un poema. Tampoco reconocemos la mano que regó la
tierra. Por eso, al escribir, somos niños que desatan el regalo
nerviosos y llenos de emoción. Lo que a veces me conmueve es intuir
que en algún rincón, muy adentro, hay algo así como grumos
infinitesimales, balbuceos que nunca llegarán a aflorar. Quizá
entre ellos se agita el verso que, más que ninguno, querríamos
escribir.