jueves, 3 de noviembre de 2016

Las palabras. Reaparecen inesperadamente en el umbral, seguramente magulladas por el larguísimo exilio a que el hombre las somete. Adverbios cansados, preposiciones mustias, adjetivos que padecen la corrupción de la doble moral, pronombres huérfanos, verbos proclives a la clandestinidad, interjecciones que por un instante se parecen al alma y sustantivos abrumados por la muerte. Muchas han caído en las garras del caos, son hijas de su tiempo y se enmascaran en la niebla. Las peores se inflan como pavos reales, resplandecen un instante y desbaratan el milagro del lenguaje, enturbian el agua pura de ese río sin fin. Renuncian a su estirpe. Las más leves son descendientes del recogimiento o del asombro: palabras de un color indeciso, algo así como aromas en el atardecer, semillas tímidas que de súbito florecen en las manos de un niño. Hay palabras –caricia, espalda, piel, pongo por caso– que ronronean, quizá porque no existen sin un cuerpo que gima, y palabras que sudan, se estremecen, bostezan o se arrugan. Las hay eternamente insomnes y por eso están flacas. Internas y nocturnas como algunas miradas. Palabras piedra, palabras algodón, palabras agua que alivian el dolor de las heridas. Las que más me consuelan son humildes, han sabido eludir el ridículo disfraz de la mentira, acuden siempre cuando mis manos tiemblan y canturrean a mi lado para ahuyentar a los fantasmas. Sólo se marchan al amanecer, cuando el espanto se diluye. Se juntan como estuco en los peores días del invierno. Me gustan en especial las más pequeñas, esos guijarros del tamaño de una perla en el bolsillo, donde las he acariciado cada día desde que ando a tientas por el mundo. Se entrechocan y suenan igual que las canicas. Serán una docena: las cuentas de un collar de sencilla belleza. Otras, sin embargo, se embadurnan de cosméticos la cara para salir a la puerta de la calle. Acomodaticias y algo frívolas, se pirrian por salir en los papeles, se envuelven en las triviales sedas de la presunción y el disimulo, se entregan a cualquiera por unos minutos de notoriedad o de brillo. Luego está, por ventura, el murmullo subterráneo debajo de la piel, esas palabras que andan desnudas por la vida, con la cara lavada y cada letra en su lugar, prometedoras y dulces como el amanecer de cada día. Esas pocas palabras por las que vale la pena perseverar en el empeño.