domingo, 28 de agosto de 2016

En el sueño de hoy no había gente. Una frase como esa debía ser suficiente. Caminaba por el paseo central de un parque desconocido –un hombre viejísimo que todavía no soy yo–, consciente en cualquier caso de que no había seres vivos a mi alrededor, pájaros, perros, niños gritando cerca de los columpios, cuando surgieron de la nada un grupo de muchachos con la intención de agredirme. Eché a correr con la torpeza propia de la ancianidad y conseguí despertar cuando estaban a punto de darme alcance. Me latía brutalmente el corazón. Me levanté bañado en sudor y caminé a tientas hasta el baño, desnudo, palpando las paredes, sin encender la luz. Me parece que sólo sentía miedo. Bebí agua, me sequé la frente con la toalla, contemplé en el espejo el rostro de un hombre remotamente familiar y me aferré al último rescoldo de calor que se perdía en el fondo de su mirada. Como un cuerpo que se hunde en el agua. Volví al lecho cuando reconocí el tranco algo arrastrado de mi respiración. Entonces tuvo lugar el otro sueño: un hombre muchísimo más viejo caminaba por un desfiladero rocoso, sin un rastro de vegetación, donde reinaba un silencio abrumador. Comprendí que aquel hombre no podía ser yo, sino una estela de mi propia sombra, la última imagen de una vida irrealizable. Pensé que aquellos muchachos me habían dado caza. O quizá, porque en los sueños todo es posible, la última secuencia de esta noche tan larga me representaba a mí mismo después de morir. Mucho después.