En
el sueño de hoy no había gente. Una frase como esa debía ser
suficiente. Caminaba por el paseo central de un parque desconocido
–un hombre viejísimo que todavía no soy yo–, consciente en
cualquier caso de que no había seres vivos a mi alrededor, pájaros,
perros, niños gritando cerca de los columpios, cuando surgieron de
la nada un grupo de muchachos con la intención de agredirme. Eché a
correr con la torpeza propia de la ancianidad y conseguí despertar
cuando estaban a punto de darme alcance. Me latía brutalmente el
corazón. Me levanté bañado en sudor y caminé a tientas hasta el
baño, desnudo, palpando las paredes, sin encender la luz. Me parece
que sólo sentía miedo. Bebí agua, me sequé la frente con la
toalla, contemplé en el espejo el rostro de un hombre remotamente
familiar y me aferré al último rescoldo de calor que se perdía en
el fondo de su mirada. Como un cuerpo que se hunde en el agua. Volví
al lecho cuando reconocí el tranco algo arrastrado de mi
respiración. Entonces tuvo lugar el otro sueño: un hombre muchísimo
más viejo caminaba por un desfiladero rocoso, sin un rastro de
vegetación, donde reinaba un silencio abrumador. Comprendí que
aquel hombre no podía ser yo, sino una estela de mi propia sombra,
la última imagen de una vida irrealizable. Pensé que aquellos
muchachos me habían dado caza. O quizá, porque en los sueños todo
es posible, la última secuencia de esta noche tan larga me
representaba a mí mismo después de morir. Mucho después.