Veo
con asombro mis rasgos en los del músico callejero que me tropiezo
en el pasadizo de la Plaza de Colón: barba descuidada de varios
días, cigarrillo en los labios, un petate en el suelo, una guitarra,
un perro que dormita enroscado sobre sí mismo. Extrae del
instrumento unas notas muy leves, como si le estuvieran naciendo
entre los dedos, nuevas, en ese mismo instante. No levanta la vista
para mirar a la gente que pasa. No pide nada. Sabe que su vida vale
lo mismo que la de cualquier transeúnte.