El
lenguaje de los hombres, desde el momento mismo en que se creyeron
intérpretes autorizados del caos, brujos que manipulan los
ingredientes en que se cuece el barro de la sabiduría, parece
cimentarse en una obsesión: afirmar. Esto
es así, ese es el carozo del
mensaje de filósofos, políticos, jueces, conductores de autobús,
periodistas, peluqueros, vicetiples, muñidores de la opinión
pública, artistas en general y, también, hoy, por lo que se ve, el
de los poetas, cuya función en la antigüedad era interrogar al
universo. Tanta certidumbre ha sido la causa del ciclo infernal de
persecuciones, odios, matanzas, guerras, en que parece consistir este
despropósito, lo que llamamos historia de la humanidad. ¿No es más
natural el signo de interrogación? ¿No debería serlo al menos para
los que tienen el privilegio del conocimiento? Tal vez ese rasgo
frágil al final de cada frase, si una piadosa ley universal nos
obligara a utilizarlo en tres de cada cuatro ocurrencias, pongo por
caso, nos hiciera más pacíficos. Tal vez. La mayoría de los
hombres ni afirma ni pregunta: cumple su tránsito en silencio.