martes, 14 de junio de 2016

El lenguaje de los hombres, desde el momento mismo en que se creyeron intérpretes autorizados del caos, brujos que manipulan los ingredientes en que se cuece el barro de la sabiduría, parece cimentarse en una obsesión: afirmar. Esto es así, ese es el carozo del mensaje de filósofos, políticos, jueces, conductores de autobús, periodistas, peluqueros, vicetiples, muñidores de la opinión pública, artistas en general y, también, hoy, por lo que se ve, el de los poetas, cuya función en la antigüedad era interrogar al universo. Tanta certidumbre ha sido la causa del ciclo infernal de persecuciones, odios, matanzas, guerras, en que parece consistir este despropósito, lo que llamamos historia de la humanidad. ¿No es más natural el signo de interrogación? ¿No debería serlo al menos para los que tienen el privilegio del conocimiento? Tal vez ese rasgo frágil al final de cada frase, si una piadosa ley universal nos obligara a utilizarlo en tres de cada cuatro ocurrencias, pongo por caso, nos hiciera más pacíficos. Tal vez. La mayoría de los hombres ni afirma ni pregunta: cumple su tránsito en silencio.