Oyó
la voz del padre frente al mar. “Déjate ganar por el misterio de lo
que ves. En esta música se mece toda la sabiduría que cabe en el
alma del mundo. Si la tuya vence la cómoda nostalgia de las cosas
seguras y se abre a la noche, se nutrirá de la verdad que en este
momento viene hasta nosotros con las olas. Si no sientes entonces
todo el pánico y toda la belleza de la vida, jamás llegarás a
comprender el viaje que los hombres han de realizar, el origen de sus
tristezas, sus esperanzas, la fertilidad de su silencio y la nobleza
de sus actos principales: el amor y la muerte. Dos derramamientos
casi estériles que también, a menudo, se confunden. Si prestas
atención y no vuelves la cara, tendrás el privilegio de contemplar
el lado oculto de las cosas. Esta soledad inabarcable estremece para
siempre a quien sabe sobreponerse a la incomprensión inicial. Es lo
que sucede en las pausas de la música, un desvelo que protege de la
abulia, el olvido y la indiferencia. Abre tu corazón al milagro de
la fecundidad, celebra la llegada del frío a la médula de tus
huesos porque te permitirá, en las horas de amargura que antes o
después te alcanzarán, quebrar la fragilidad de los límites y
sonreír ante el riesgo cierto de la muerte, rememorar el canto de
todo lo que un hombre está obligado a aprender para llevar una vida
digna de ese nombre, acorde con este misterio cuyo vigor destruye,
cuya belleza duele”.