viernes, 26 de febrero de 2016

Hay un rasgo inconfundible en los fanáticos, una carencia que los identifica: su incapacidad para el humor. Por eso nunca se resaltará bastante lo saludable que es desconfiar de los que nunca se ríen, en especial si tienen la aspiración, como suele ocurrir, de ejercer algún tipo de liderazgo moral. Aquel maestro de escuela siempre ceñudo que arrancó para siempre de la conciencia de muchos de sus desgraciados discípulos el placer del estudio; la patética figura del aburrimiento que tan a menudo representa el “sabio” solemne; el político clónico que nos increpa con la cólera de su dedo índice en alto. Todos ellos, convencidos como están de poseer los secretos de la sabiduría, de que han sido elegidos para mostrar el camino al rebaño de ignorantes que los escucha, son enemigos de la alegría, obstáculos para la felicidad de los hombres. Hablan siempre para las multitudes a las que, acaso sin saberlo, desprecian. Tengamos paciencia con ellos, puesto que no hay manera de que se bajen del púlpito, pero vayamos nosotros de vez en cuando a la taberna, al baile, al monte, a la orilla del mar. Donde no se les oiga.