Hay
un rasgo inconfundible en los fanáticos, una carencia que los
identifica: su incapacidad para el humor. Por eso nunca se resaltará
bastante lo saludable que es desconfiar de los que nunca se ríen, en
especial si tienen la aspiración, como suele ocurrir, de ejercer
algún tipo de liderazgo moral. Aquel maestro de escuela siempre
ceñudo que arrancó para siempre de la conciencia de muchos de sus
desgraciados discípulos el placer del estudio; la patética figura
del aburrimiento que tan a menudo representa el “sabio” solemne;
el político clónico que nos increpa con la cólera de su dedo
índice en alto. Todos ellos, convencidos como están de poseer los
secretos de la sabiduría, de que han sido elegidos para mostrar el
camino al rebaño de ignorantes que los escucha, son enemigos de la
alegría, obstáculos para la felicidad de los hombres. Hablan
siempre para las multitudes a las que, acaso sin saberlo, desprecian.
Tengamos paciencia con ellos, puesto que no hay manera de que se
bajen del púlpito, pero vayamos nosotros de vez en cuando a la
taberna, al baile, al monte, a la orilla del mar. Donde no se les
oiga.