La
memoria no entrega nunca un relato definitivo. Es como la luz de un
faro: gira sin descanso, se detiene, avanza, descubre aquí o allá
una angostura inesperada en la ladera de la montaña, un camino entre
los árboles, la espalda de un muchacho que camina con los ojos
abiertos en la niebla. La memoria es un trabajo de toda la vida:
selecciona un hecho, lo sublima, lo cambia, lo despoja; después, lo
devuelve a la sombra tras extraer la esencia que va dando cuerpo a
esa historia que sólo tiene coherencia en el corazón de quien la
esculpe con paciencia –un recuerdo que trae una palabra que
resucita un aroma– mientras vive.