La
angustia, imperturbable, me mira con la fijeza de una gata. Le hablo
en voz baja: “acércate, compañerita, toma tu cuenco de leche y
tus galletas, roe el esqueleto de este fraile, ahí, ahí, en las
vértebras del cuello, donde a ti más te gusta, donde a mí más me
duele”.