El
dolor comienza con la vida. Con mano invisible y tenacidad de
artesano, esculpe desde el primer día –la tersura de la piel de
los niños es el primer espejismo– los surcos que configuran el
rostro de los hombres. La felicidad, por el contrario, es un ave
fugaz: se construye, se encuentra, se imagina o se evapora. Es cosa
nuestra. Más inconstante, asoma de vez en cuando, se oculta tras la
niebla, no deja huellas. Por eso cuesta reconocerla.