El
tanque de gasolina se vacía de pronto. Me cuesta mover las cuatro
estacas de hueso que sostienen mi cuerpo. Me pesa como una losa. Una
pompa de aire se infla hasta poner a punto de reventar las
circunvoluciones del cerebro. No sé bien qué camino debería tomar:
a) diez días de vacaciones junto al mar sin aceptar la más mínima
discusión, comer bien, dar interminables paseos entre pinos
cambiando de mano de vez en cuando el bastón de mi padre, sentarme a
contemplar las nubes, acostarme pronto, leer cosas ligeras, no llevar
lápiz ni papel –esto último, imprescindible–; b) una cura de
sueño en un sanatorio de las montañas; c) un cambio de identidad:
levantarme, digamos, cazador de serpientes en Birmania (¿hay
serpientes en Birmania?); d) aceptar mis limitaciones y suspender por
un tiempo el trabajo. Lo que seguramente haré será: e) pedalear,
pedalear, pedalear como un ciclista veterano hasta caer rendido en la
meta, cuando el resto hace ya más de una hora que ha llegado y los
periodistas escriben su crónica, calentitos, en la cafetería del
hotel.