martes, 30 de junio de 2015

El tanque de gasolina se vacía de pronto. Me cuesta mover las cuatro estacas de hueso que sostienen mi cuerpo. Me pesa como una losa. Una pompa de aire se infla hasta poner a punto de reventar las circunvoluciones del cerebro. No sé bien qué camino debería tomar: a) diez días de vacaciones junto al mar sin aceptar la más mínima discusión, comer bien, dar interminables paseos entre pinos cambiando de mano de vez en cuando el bastón de mi padre, sentarme a contemplar las nubes, acostarme pronto, leer cosas ligeras, no llevar lápiz ni papel –esto último, imprescindible–; b) una cura de sueño en un sanatorio de las montañas; c) un cambio de identidad: levantarme, digamos, cazador de serpientes en Birmania (¿hay serpientes en Birmania?); d) aceptar mis limitaciones y suspender por un tiempo el trabajo. Lo que seguramente haré será: e) pedalear, pedalear, pedalear como un ciclista veterano hasta caer rendido en la meta, cuando el resto hace ya más de una hora que ha llegado y los periodistas escriben su crónica, calentitos, en la cafetería del hotel.